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Sobre “Cantos de fortaleza. Antología de poetas venezolanas” (2016)

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Próximamente, se presentará en Lima-Perú la antología de poesía Cantos de fortaleza. Antología de poetas venezolanas (2016), que reune algunas de las voces más importantes y atendibles de la segunda mitad del s.XX en el país llanero. La presentación estará a cargo de la investigadora literaria venezolana Mariana Libertad y de la poeta peruana Giovanna Pollarolo, así como acompañarán en el acto los editores-compiladores Artemis Nader y David Malavé.

La presentación será el próximo 24 de noviembre a las 7.00 pm. en la Librería Sur.

Por David Malavé*

Crédito de la foto Ed. Kalathos

 

 

Sobre Cantos de fortaleza.

Antología de poetas venezolanas (2016)

 

 

 

Aliento de musas… pocas palabras a modo de editor

 

Desde que empezamos a venir con frecuencia a España, a fin de visitar a la familia y de hacer las compras de libros para la Librería Kalathos, uno de los hechos que con tristeza constatamos, era la ausencia de libros de autoría venezolana en los anaqueles de las principales librerías de las ciudades españolas. Salvo honrosas y celebrables excepciones, no abunda la obra de los venezolanos en el exterior. Hay que reconocer en este sentido, la generosa y encomiable labor de Editorial Candaya y sus directores Paco Robles y Olga Martínez, quienes enamorados de Venezuela y su talento literario, han dado vida y difusión en la Península a la obra de Victoria De Stefano, Ednodio Quintero, María Auxiliadora Álvarez, Cristina Falcón, Marina Gasparini y otros. Por otra parte contamos con el catálogo de libros publicados por la editorial Pretextos coordinadas sus ediciones por Antonio López Ortega, y contentivos de la palabra de importantes poetas nuestros, como Rafael Cadenas, Igor Barreto y Yolanda Pantin. Pero más allá de estas iniciativas, es notable la ausencia de nuestra poesía y sus autores, en el exterior. Otro tanto ocurre con la narrativa. Ciertamente, algunos escritores, gracias a los premios merecidamente recibidos y a su paciente labor, han logrado publicar en editoriales españolas o editoriales venezolanas establecidas en el exterior. Entre ellos contamos con Alberto Barrera Tyszka, Lena Yau, Juan Carlos Chirinos, Juan Carlos Méndez Guedez, Rodrigo Blanco, Fedosy Santaella y otros, cabezas de playa de la narrativa venezolana, allende los mares. Sin embargo en general y lamentablemente, Venezuela y sus creadores, carecen de una acción estratégica y concertada para exportar nuestro talento, mucho menos se cuenta con un Estado que respalde el loable y sacrificado trabajo de nuestros escritores, creando redes de distribución, venta o promoción como lo hacen otros estados latinoamericanos.

La idea que surgió al calor del afecto y el entusiasmo, fue construir una antología en clave lúdica. Se trataba de un juego, en el cual las poetas harían ellas mismas la selección del material a publicar. Esta ocurrencia la tuve, pensando en el método de los surrealistas conocido como “cadaver exquisito”, y en la lectura de la novela El Castillo de los Destinos Cruzados de Italo Calvino, en la cual un grupo de personajes que por el azar se encuentran, comentan sus historias, permitiendo al lector participar de la narración, cuando es el mismo quien debe descubrir y establecer el hilo conector de las historias. Se trataba de un experimento o juego, arriesgado, pero asumimos el reto, y con nosotros las poetas. Hubo si una excepción, que fue la selección de los poemas de la coordinadora editorial, la poeta Carmen Verde Arocha, pues al estar en posesión de los textos de las demás, podía interpretarse que hubiera una posición ventajosa para realizar su escogencia. De resto toda la selección la tejieron hados, duendes y destino. Al final quedamos muy satisfechos, y hemos asumido el compromiso de darle tinta y papel al ensayo. Ciertamente, hay muchas y lamentables ausencias. Es la simple colocación de un cimiento, una piedra angular sobre la cual construir un esfuerzo editorial en tierras españolas, que no hará toda la tarea pendiente, pero contribuirá con el concierto de otros muchos actores, en colocar las letras venezolanas en escena, pues somos de la firme y clara opinión, que solo con el esfuerzo de muchos y todos podremos trascender las fronteras.

¿Por qué una antología de mujeres solamente? ¿Por qué no incluir, tantos y tan buenos poetas hombres como hay en Venezuela? Digamos que también responde al misterio, o quizás a razones más privadas, como sea el hecho de que han sido grandes poetas femeninas, quienes nos pusieran en contacto con ese género literario tan afín a la trascendencia, como lo fueran nuestras amigas ya ausentes, Elizabeth Schön e Ida Gramcko. O quizás y como última explicación, un homenaje a mi compañera de alma, Artemis Nader, a cuya exquisita sensibilidad debo, el haber logrado edificar lo que hemos construido en Librería Kalathos, y el corto trayecto que lleva Kalathos Ediciones en Venezuela y su extensión en España.

Mi formación académica fue la de médico, con estudios en psiquiatría y psicoanálisis, y cada vez me siento más incómodo con los fríos y estériles razonamientos intelectuales y más inclinados al influjo sanador de emociones y sentimientos. Si de razones se trata, prefiero sobre todo aquellas de inspiración platónica como las expuestas en el Fedro, optamos entonces, por las del gran filósofo griego de lo irracional e inefable. Prefiero sentir que lo hacemos desde el “Entusiasmo” y el mistérico influjo de algún “daymon” o dios tutelar quien siguiéndonos desde la lejana Venezuela, guía nuestros pasos en tierras ajenas a nuestro hogar y nuestros manes. En el Fedro, Sócrates nos dice que el poeta crea desde esa locura inspirada por las musas, y si puro y honesto es el corazón de quien recibe su soplo, termina escribiendo hermosos versos y poesía que despiertan emoción en quien la escucha, constituyendo este acto un vínculo con lo sagrado. Y cometo yo la osadía de agregar, que si no se cuenta con ese don, pero aun así rozan las musas nuestros cabellos y trastocan nuestra razón con su locura, es este soplo, el que se convierte en pulsión inquebrantable, de hacer lo imposible para que esa sagrada forma de la palabra, tome cuerpo y sea conocida por quien la necesita, por quien requiera su influjo sanador. Como veis, esta es una obra del alma, hecha con pasión y corazón, algo de reflexión… cosa que nos complace y con la que sentimos cumplimos con el país que nos dio todo y pasa por su momento histórico más difícil y obscuro. Como veis, es una obra que lleva intrínseca una acción catártica y sanadora, un “pharmakos” que pretende palear tanto dolor como vive nuestra tierra y su gente. Es en el fondo un acto médico, en el sentido de la antigüedad clásica, de restitución del vínculo de lo humano con la dimensión de lo sagrado, de darle figuración a lo trascendente en el tiempo de nuestro efímero de venir. Será quizás por todo esto, que optamos por los cantos de la mujer, pues es el cántaro en el cual se renovará otra oportunidad de creación y vida, de nuevos cantos, de poesía… ¿Será?

Para la reflexión profesional y profunda sobre la poesía, contentiva de esta antología y que también es necesaria, nos vemos regalados de las palabras de poetas y entendidos en la poesía como Rodolfo Häsler y Rafael Arráiz Lucca, quienes nos regalan con un prólogo y un epílogo de lujo y aceptaron el reto de navegar los mares de la feminidad y del azar.

Invitamos a los lectores a pasearse con la mirada de aquellos exploradores que se aventuraron en la exuberancia de un continente ignoto, como lo es todavía el de nuestras letras venezolanas, y agradecemos su curiosidad haciendo votos porque no hallarán decepción en la aventura.

Y a nuestras cómplices en este entusiasmo, las poetas, los comentaristas y quienes hicieron posible la edición: ¡Salud y nuestra inmensa gratitud!

 

cantos

 

Breve selección de poemas

 

María Clara Salas (Caracas, 1947)

 

CERROS

 

el tiempo da vueltas en su cárcel

lentamente las flores se pudren

la luz deja caer silencios y ruidos cotidianos

dentro de las cosas se mueve la brisa

 

cómo podrán los creyentes volar de su suelo

quisieran postergar el momento de irse

ninguno de ellos recuerda el paraíso

 

difícil es imaginar cerros más verdes que éstos

 

la tierra comienza a calentarse

 

revientan

al caer de golpe

los frutos

 

 

 

Cecilia Ortiz (San Casimiro, 1951)

 

EXTRAVÍO

 

A Nuni Sarmiento

 

Estoy escondida

perdida de mí misma

 

Es grave descubrirse

escondida

y no poder encontrarse

 

 

 

 

Belkys Arredondo Olivo (Caracas, 1953)

 

EN UN MAR de vajillas rotas

Encalla un barco

Tiene el fulgor saeteado

 

Una furia sostenida

Lo transforma en belleza

Y el cuerpo vuela.

 

La muralla del viento

Lo devuelve al piso

Inútil.

 

 

 

Yolanda Pantin (Caracas, 1954)

 

Canción de cuna a la muerte de Brentano

 

Sé pequeño

sé un grano en el jardín

 

el niño con el aro sobre el muro

 

Sé la fiebre

y la muerte

 

Ama a tu madre por encima del mundo

pálido y helado

 

¡Oh bosques! ¡Oh murallas!

 

¿Habéis visto fuego mayor en el desierto?

 

 

 

Edda Armas (Caracas, 1955)

 

EL DEDO DE ORO

 

El dedo de oro señala la costilla que me duele,

agujero por el que has salido de mi vida.

También la zanja donde habremos de enterrar

algunas cosas, esas que quedan rezagadas

dispersas errantes silentes a la espera

sin lugar quizás donde desatar la furia

aguardan diminutas algunas veces atadas a

la espalda. Cabrían allí mismo, digo ahora,

las cartas escritas nunca enviadas. Bellas

durmientes trajeadas con espinas de lo espeso.

El dedo de oro no lleva anillo

desmiente o afirma, testigo inclemente

como es, de la canción desafinada.

 

 

 

María Antonieta Flores (Caracas, 1960)

 

holgar

 

deme usted

la punta de su lengua

palpitación

de su deseo

un leve sangrar en las membranas

que cada latido se detenga en mis labios

en los cuerpos se adentre la noche roja

váyanse las hadas

sólo los encantos habiten los rincones

un sonido mínimo de pequeñas sonajas

deje espacio

cuerpo en cuerpo

que la pulga una las sangres

que la piel desaparezca

mi mano acaricie el agujero de su corazón

arranque los hilos que me sostienen

no diga yo basta ni acabe

seánme despojados los poderes

no arroje más estrellas ni palabras

sólo gima y arda

revelado el nombre a mí y su fuego

hasta que la garganta no tenga sonidos

las uñas hilos transparentes

carnicería temblorosa en mis entrañas

boqueos de animal enardecido

y repose sobre esta tierra

despojado de toda inmunidad

ennegrecida la médula por la flama

el refocilar de las horas

de élitros

váyase reconociendo la pertenencia

que de las tierras nos aleja

arrojados a los territorios de las espigas rojas

repita deme usted su cuerpo

como espíritu que entrego a su favor

y el aire no cese de quebrar a las espigas

 

 

 

Patricia Guzmán (Caracas, 1960)

 

¿POR QUÉ EL AIRE está lleno de almas?

Si no me responden voy a arrastrar la flor de lis

Si no me responden voy a arrastrar la flor de lis

Sé que son muchas las formas del enigma

Sé que debo cuidar de lo débil

Cierta vaguedad hay en la inocencia

Los inocentes apuran el sufrimiento

¿Quién les habrá dicho que las rosas crecen, no viven?

Las mentiras deben ser grandes

Las mentiras deben tener la arquitectura de lo sagrado

Así las flores pueden crecer hacia arriba

Así los ojos pueden crecer hacia arriba

Así nos soñamos a nosotros mismos

Canto, canto de augurio

 

 

 

Sonia Chocrón (Caracas, 1961)

 

LABERINTO DE FAUNOS

 

Hay luz

agua

y un lecho cálido

 

pero no hay salida

 

 

 

Claudia Sierich (Caracas, 1963)

 

Inocente

 

Qué hacemos con lo que a nosotros

regresa como si fuera un recuerdo.

De lo que sabemos, qué hacemos.

Cuando nos damos la vuelta y vemos

y estamos vivos. Para ahuyentar

o con los ausentes. Separar semillas,

qué de palabras, qué haremos.

 

Y dios llama, lanza llamas,

arde arbustos: miren, crear quiero

algo nuevo emerge ahora ¿que no lo ven?

 

 

 

Gabriela Kizer (Caracas, 1964)

 

ESA TARDE

tiraron una piedra al transporte escolar desde la calle.

Te cayó en la cabeza.

Apenas hubo sangre, el chichón en el cráneo

y aquella maestra gritando que pudiste haber muerto.

 

Quedaban por delante arduos esfuerzos para las matemáticas

y el entendimiento fugaz.

 

Pero a ella te ha tomado medio siglo comprenderla.

 

 

 

Jacqueline Goldberg (Maracaibo, 1966)

 

( )

 

La dificultad de la poesía radica en el vientre.

En toda la vejez que cabe en un vientre.

 

Temprano supe que una masacre me cambiaría la voz,

como ocurre a quienes vislumbran por vez primera la mar:

dulce desquiciamiento.

 

 

 

Gina Saraceni (Caracas, 1966)

 

CUANDO LA NIEVE cae

queda suspendida.

 

Algo permanece flotando.

 

Nunca llega a tierra.

 

Se evapora.

 

No se sabe

a dónde va ese copo

que se extingue

dejando en el aire

su peso tardo y leve.

 

Cuando estiras la mano

 

es el frío lo que tocas:

 

la lejanía

 

 

 

Carmen Verde Arocha (Caracas, 1967)

 

ARRODILLADA

creyéndome álamo desnudo

y con el peso del cielo.

 

Un charco de junio

busca mi rostro,

 

se burla igual que los muertos

de mis manos.

 

Una soledad larga y cercana

como una cruz de mayo

es mi adiós.

 

Estoy sola con mis voces,

con los gestos que viven de lo añorado,

 

en este barro que me hace feliz.

 

 

 

Eleonora Requena (Caracas, 1968)

 

La s vergüenzas

 

el sudor      sus injerencias los talones      crines

moldes para hacer y deshacer genuflexiones     flancos     entrepiernas

brotes     chifladuras y pelajes     lunarejos importunos

grietas y candores

leche de astrolabios     articulaciones     babas

estertores     agrio olor de manos

surco anquilosado     don de esponja

Todos adefesios de este cuerpo

impune      atribulado

 

 

 

 

 

*(Caracas-Venezuela). Médico psiquiatra y psicoanalista por la Universidad Central de Venezuela. Actualmente se desempeña, además, como director de Kalathos editores.


Sobre “Las bolsas de basura” (2016), de Enrique Winter

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Por Daniela Ramírez Ugolotti*

Crédito de la foto (Izq.) Mario Pera/

(der.) Ed. Alquimia

 

 

 

Sobre Las bolsas de basura (2016),

de Enrique Winter**

 

 

Soy testigo de Las Bolsas de basura desde su gestación. Podría decir que la conozco desde que era un borrador, casi un embrión. Y conozco bien el camino que recorrió la novela desde sus primeros bocetos, porque en esos talleres interminables de Diamela Eltit, en donde escarbamos una y otra vez entre las bolsas de basura, participé activamente en la evolución de este “hijo” de Enrique. En este sentido, se podría decir que asistí a la mayor parte de las ecografías. Pero una cosa es ver el work in progress (la ecografía),  y otra muy distinta el producto (tener al recién nacido cara a cara). Haber presenciado este proceso, haber acompañado al autor en esta búsqueda de una voz propia, y tener el libro en mis manos, es una experiencia excepcional.

Pero además del cariño que le tengo a Enrique, y a sus bolsas de basura, pienso que estamos frente a una novela distinta, que va más allá de una historia de amor y desamor entre los protagonistas. La trama rescata la historia de Miguel y Brenda, una pareja de estudiantes de veterinaria que se separan, y que no están realmente interesados en curar a los animales, pues la muerte los ha fascinado. Brenda se dedica a disecar perros atropellados, y Miguel viaja a Coquimbo para estudiar rebaños de cabras, en donde debido a una experiencia con un travesti, termina viéndose involucrado en un homicidio.

El título de la novela y parte de la trama se desprenden de un poema de Marcela Parra, que funciona como epígrafe del texto y que parece comprimir parte de la narración. Una intertextualidad que ya desde el inicio nos genera una mirada curiosa y atenta:

“En las bolsas de basura, un artista

diseca quiltros despedazados por las ruedas de los autos.

Los encuentra a la orilla del camino

A modo de animitas, los encuentra siendo su propia tumba

El recordatorio de toda pérdida, de todo sangramiento

De todo sentimiento de atropello. Un artista

diseca quiltros despedazados por las ruedas de los autos

los encuentra a la orilla del camino

los lava y los sutura, volviéndolos permeables

a la belleza extrema”.

 

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El poeta, traductor y narrador Enrique Winter.

 

La historia arranca con la misma lentitud y parsimonia con la que Brenda recoge a los perros muertos en la calle, se los lleva a su departamento, y lentamente les saca la piel para dejarla curtir en sal y luego armarlos de nuevo, para volverlos “permeables a la belleza extrema”. El ritmo pausado continúa, hasta la perturbadora escena en que Miguel tiene sexo casual en la calle con Eugenio, un travesti que encuentra en una esquina, quien luego es atropellado y muere. A partir de ahí, no podemos despegarnos de esta vorágine que nos produce el texto. La muerte es un elemento recurrente a lo largo de la novela, así como las bolsas de basura, los perros callejeros y el sexo en la vía pública. Miguel es acusado de haber atropellado a Eugenio, ya que encuentran restos de semen en él que lo incriminan. La novela se dispara, enloquece, y nos muestra otra dimensión de sus personajes, quienes, como la metáfora de los siameses, aunque hayan sido separados, se necesitan mutuamente para poder sobrevivir. Cuando uno muere, el otro morirá también. Por eso Miguel y Brian se van apagando, poco a poco. Uno rodeado de perros, el otro llorando en los baños.

Desde la primera página, nos damos cuenta que estamos frente a un autor obsesionado con el lenguaje, con un estilo peculiar, que trabaja con empeño cada frase, cada palabra, generando una cadencia que en un inicio nos parece romper con las reglas de lo narrativo, y evoca a la poesía, pero que nos envuelve en sus imágenes y repeticiones, otorgándole al texto una voz particular.

Construida con un lenguaje complejo, con gran carga poética y musicalidad, la historia de bolsas de basura es solo una excusa para proponernos un nuevo ideal de belleza. La belleza de lo sórdido, de lo descompuesto, de lo cíclico y de lo real. Así como el cuerpo de Eugenio siendo devorado por los gusanos, o los cuerpos de los perros muertos que, con gran disciplina, Brenda recoge cada noche para despellejar, descomponer, deconstruir, embalar, y crear así una nueva forma de belleza. Una belleza sensorial que busca transmitir olores y sensaciones, como el olor a mierda en la mano de Miguel que no puede quitarse de encima, o como cuando a Brenda le duele Miguel cada vez que mea sangre. Imágenes potentes que nos transportan a un universo en donde las leyes de la armonía se encuentran en lo asimétrico, en lo derruido, en lo profundamente humano y animal. Como la muerte, como el sexo, como los fluidos corporales, que aunque queramos esconder, son inherentes a nosotros.

 

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Al leer algunas de las escenas de la novela, no puedo dejar de pensar en el cine de Carlos Reygadas, quien también rompe con el ideal clásico de belleza y presenta una propuesta más humana, más carnal. Al igual que Reygadas, Enrique nos presenta no solo a personajes humanos, sino a aquellos surreales, como las bolsas de basura, que en muchos pasajes sostienen la historia. Así como el cine de Reygadas se construye a partir de emociones fuertes e imágenes provocadoras, Las bolsas de basura proponen un universo similar, causando la misma sensación en el lector. No se trata de la búsqueda de una armonía estética, sino de la belleza animal en la condición humana.

Las bolsas de basura nos presenta un mundo narrativo que deslumbra al detallar con agudeza los aspectos más animales del ser humano. Una voz que logra construir y administrar esa tensión que va creciendo a partir de la cotidianidad, del día a día en que todo acto repercute, en que toda mirada causa eco. Ahí en donde los demás no lo ven, Enrique encontró otra belleza: la belleza de la realidad.

 

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1979). Docente y narradora. Se licenció por la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y obtuvo un magíster en Escritura Creativa por la Universidad de Nueva York (EE.UU.). Actualmente se desempeña como docente en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado la novela Todos nacemos muertos (2015).

**(Santiago de Chile-Chile, 1982). Poeta, narrador, traductor y abogado. Licenciado en Derecho y magíster en Escritura Creativa por la NYU (EE.UU.). Se desempeñó como editor en Ediciones del Temple y, actualmente, coordina el diplomado en Escritura Creativa en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (Chile). Como traductor, ha realizado traducciones de Philip Larkin y Charles Bernstein. Ha recibido el Premio Víctor Jara, el Premio Nacional de Poesía, el Premio Nacional Pablo de Rokha y el Premio Cuento Joven. Ha publicado en poesía Atar las naves (2003), Rascacielos (2008; 2011), Guía de despacho y Lengua de señas (2015); en música el disco Agua en polvo; y ahora, en narrativa, Las bolsas de basura (2015; 2016).

Matsuo Bashō y José Watanabe: Cruce de poéticas

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La presente ponencia fue presentada por su autora en el congreso «Perú Transatlántico: intercambios, reapropiaciones, inclusiones: balance de la modernidad», realizado en el mes de julio del 2014.

 

Por: Tania Favela Bustillo

Crédito de la foto: Izq. www.letralia.com

der. www.wikiwand.com

 

 

Matsuo Bashō y José Watanabe:

Cruce de poéticas

 

El  legado de las narraciones maternas y el imaginario laredino se funden en la memoria de Watanabe con la herencia japonesa que desde niño aprendió de su padre, quien, en 1916 llega al Perú como muchos otros japoneses a trabajar en las haciendas azucareras de la costa peruana.

En el prólogo a su libro El huso de la palabra José Watanabe habla de esa herencia:

Mi padre empezó a traducirme los primeros haiku cuando yo tenía alrededor de doce años (…) Basho describía el salto de la rana en el estanque antiguo y yo no sabía que estaba hablando de nuestra condición: un efímero ruido de agua interrumpiendo un gran silencio. Lo que sí entendía era que en el haiku hablaba un hombre parco de actitud, y conciso y coloquial de lenguaje. Yo entendía esas características primarias del haiku porque, de algún modo afín y diverso, estaban en mi casa y más allá: en la gente de mi pueblo, austeros descendientes de los trabajadores enganchados del azúcar[1].

 

La imagen de Bashō y la del padre se confunden en la imaginación del niño, ambos eran, afirma Watanabe, “hombres parcos de actitud y concisos de palabras”[2]. Esta enseñanza se traducirá posteriormente en la obra de Watanabe en una poética y en una ética. En “Jardín japonés”[3] se esbozan ambas:

                             La piedra

              entre la blanca arena rastrillada

              no fue traída por la violenta naturaleza.

                             Fue escogida por el espíritu

              de un hombre callado

                             y colocada,

              no en el centro del jardín,

              sino desplazada hacia el Este

                             también por su espíritu.

 

              No más alta que tu rodilla,

              la piedra te pide silencio. Hay tanto ruido

              de palabras gesticulantes y arrogantes

              que pugnan por representar

                             sin majestad

              las equivocaciones del mundo.

 

              Tú mira la piedra y aprende: ella,

                             con humildad y discreción,

              en la luz flotante de la tarde,

              representa

                       una montaña.

 

La austeridad y la mesura se reflejan en el lenguaje; no sólo en lo que dice, sino en cómo lo dice. Cada verso, colocado con precisión, traza su lugar en el poema, y configura, junto a los otros, un espacio que es a un mismo tiempo un recorrido, un lugar desde dónde pensar. La piedra funciona como un eje no sólo del poema sino de la poética de Watanabe: su sencillez, su mutismo, su solidez, son características que Watanabe asimila y con las que construye su lenguaje. La condensación y la expansión, piedra y montaña, son también cualidades de sus poemas. La concisión y la parquedad son lecciones de la piedra; poética y ética se entrelazan en ese lenguaje de la dureza, en la austeridad que supone ante la grandilocuencia del mundo. En sólo tres versos se desarrolla toda una postura ética para vivir: “Tú mira la piedra y aprende: ella,/ con humildad y discreción,/ […] representa/ una montaña.”: el silencio de la piedra, el hombre callado, se funden en un mismo espíritu; su sencillez es su grandeza. Ésta es, quizás, la enseñanza más importante que Watanabe recibió de Japón: una actitud, una manera de sentir al mundo a través de un lenguaje mesurado, contenido, austero, que poco a poco fue haciendo suyo.

Dos poemas dedica Watanabe a lo largo de su obra al poeta  Matsuo Bashō: en el Huso de la palabra escribe “Imitación de Matsuo Basho”[4], tomando como punto de partida las Sendas de Oku, uno de los más conocidos diarios de viaje del poeta japonés. En su último libro, Banderas detrás de la niebla, Watanabe escribe el otro poema dedicado a Bashō, esta vez retomando el conocido haiku del poeta japonés:

                       El viejo estanque, ¡ah!

                       Salta una rana:

                       El sonido del agua[5].

 

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Quiero detenerme no sólo en el poema que Watanabe escribió sino en el gesto que ese poema supone dentro de la tradición japonesa de los haijin (escritores de haiku). Bashō (1644-1694), escribió su haiku en el siglo XVII, Watanabe (1945-2007), cuatro siglos después escribe su poema “Basho”,[6] repitiendo y modificando a la vez el original:

                       El estanque antiguo,

                       ninguna rana.

                       El poeta escribe con su bastón en la superficie.

                       Hace cuatro siglos que tiembla el agua.

 

El gesto de retomar el poema de Bashō inscribe a Watanabe en una tradición, la de los haijin, que, al igual que el poeta peruano, sintieron la necesidad de retomar o comentar el poema original:

 

Yosa Buson (1716-1784), un siglo después de Bashō retoma el poema:

                       La luna se mira en el agua

                       ¿quién la enturbia?

                       ¿la neblina o la rana que salta?[7]

 

El monje budista zen Daigu Ryokan (1758-1831), casi cien años después vuelve sobre el poema:

                       En otro estanque

                       No hay sonido ni hay salto

                       (tal vez ni hay rana)[8]

 

Y su contemporáneo, el poeta Gibon Sengai (1750-1837) hace también su comentario:

                       Si hubiera un estanque [por aquí]

                       saltaría, y Basho

                       podría oír el [¡plash!][9]

 

A diferencia de los otros tres, el poema de Watanabe no es un haiku, pero al igual que éstos retoma los elementos esenciales y el espíritu del haiku de Bashō.

Buson toma como pretexto el haiku de Bashō y crea un haiku completamente nuevo, que, con un rápido guiño, señala al anterior, éste se detiene en el reflejo de la luna en el agua; la imagen alterada por la neblina o el salto de la rana, no permite que se observe la “realidad”. El haiku de Bashō provoca en Buson una meditación que se traduce en una nueva intuición: ya no es el silencio (la eternidad) y el ruido (el instante) lo que se pone en juego, sino la realidad y la imagen, y la verdad o ilusión de las mismas. Por su parte, Ryokan, se traslada a un escenario semejante al de Bashō, pero distinto: “en otro estanque”, anota, como queriendo decir, no en el de Bashō, pero en otro, “no hay sonido ni salto/ (tal vez ni hay rana)”, borrando así todos los elementos y dejando en el vacío y en el centro la imagen del estanque solo sin otros componentes que lo alteren. El haiku de Bashō funciona no sólo como pretexto sino como centro del poema, es por decirlo así, su reflejo inverso: todo lo que es afirmación y desarrollo en el haiku de Bashō, se torna en el de Ryokan negación y estatismo (puro silencio). De igual manera, Sengai, con gran sentido del humor, retoma todos los elementos del haiku de Bashō, pero esta vez es la voz de la rana la que emerge en el tiempo; como si la rana quisiera reincidir en su hazaña, como si quisiera volver a saltar y suscitar con el chasquido, la iluminación del poeta.

En su poema “Basho”, Watanabe, nos sitúa también en el mismo escenario que Bashō, pero en un tiempo muy distante; cuatro siglos separan el gesto de Bashō del de Watanabe, el sonido del agua, punto focal del haiku de Bashō, desaparece en el poema del peruano, lo que permanece es el temblor del agua en medio de un gran silencio. Watanabe desplaza la atención del poema del oído al ojo, ya no es el sonido, sino el efecto de éste, la vibración que se refleja en el temblor del agua, lo que el poeta percibe y observa. Watanabe recibe, y ahí está el relámpago de la intuición, ese mismo temblor del agua: la huella que, desde Bashō quedó como una marca y que sigue en su trayectoria generando ese temblor. El poema de Bashō, como la rana, salta, pero no en el agua, sino en el tiempo, y ahí, en esa superficie, que es a su vez la superficie del poema de Watanabe, genera un movimiento. Al igual que de niño, cuando fundía en su mente la imagen de su padre con la de Bashō, en su poema, Watanabe funde su propia imagen con la del poeta japonés, un mismo gesto los une: la escritura.

 

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La influencia del haiku en los poemas de Watanabe debe buscarse en el tono de sus poemas y en la actitud del poeta frente a la naturaleza y frente al lenguaje, y no en la conocida estructura tradicional del haiku. Watanabe no practicó la escritura del haiku ciñéndose a sus tres versos y diecisiete sílabas, más bien lo utilizó como un elemento constructivo dentro de algunos de sus poemas, siendo fiel, consciente o inconscientemente, al origen del mismo. En este sentido hay que recordar que el haiku fue, en un principio, la estrofa inicial de una serie de estrofas encadenadas, denominadas haikai renga. El hokku, que así se conocía a lo que actualmente llamamos haiku, era la primera estrofa de 5-7-5, con el tiempo esta primera estrofa se independizó. Watanabe, modificando la estructura en la que el hokku o haiku se insertaba, mantiene la capacidad de éste de servir como elemento constructivo en sus poemas.

En “El Puente”[10] Watanabe muestra la importancia de este elemento constructivo dentro de la estructura de su poema:

                       Las columnas herrumbradas por el aire delgado

                       de la altura

                       suben desde las pendientes de la quebrada y sostienen con

                              gruesos remaches

                       los travesaños de hierro.

                       Hay miles de remaches en la estructura del puente

                       pero en el centro hay uno sólo fijando el encuentro

                       de todas las fuerzas, uno solo, insospechado y firme

                              evitando que el mundo se venga abajo.

                       Aquí alguna vez un hombre se sentó a horcajadas, hercúleo,

                                                     sobre el abismo

                       y selló el remache decisivo, acero al rojo y con esquirlas.

                       Imagina la acción tensa y peligrosa de su brazo

                       golpeando acompasado

                       como si nos transmitiera serenamente un mensaje:

                                                     nadie asegura el mundo en su contra.

                       El remache

                       Permite el paso del tren de los metales y del tren de los migrantes.

                       Y el paso contrario de los que vamos a mirar sus paisajes y
                       
                              cortamontes.

                       Y mientras cruzas el puente y miras aterrado el vacío del
                              desfiladero

                       siente el interminable poder de ese hombre,

                       pero imagínalo después caminando como cualquiera,

                                                              sin alardes,

                       hacia los viejos campamentos desmontados
                       
                              donde durmió sobre un pellejo su sincero cansancio.

 

Al centro del poema, en cursivas, Watanabe introduce, al igual que el hombre de su poema, un remache decisivo: “Nadie asegura el mundo en su contra”. Este verso enlaza las dos partes del poema y da cohesión a todos los versos; su tono diverso al tono de los otros versos, lo sitúa en una atmósfera distinta y abre el sentido del poema, sirviendo como puente de múltiples lecturas. Su lenguaje contenido y a la vez sugerente, recuerda el lenguaje utilizado en el haiku, e incluso nos lleva a pensar en la naturaleza del koan. Semejante a éstos, el verso impacta la mente del lector y suscita su atención. Este poema podría ser tomado como una poética desde la cual Watanabe señala la importancia de ciertos elementos dentro de la estructura de un poema, resaltando la relevancia de ese “remache” que sirve de engranaje de lo visible y de lo invisible.

En muchos de sus poemas puede verse la función del haiku como elemento constructivo. En algunos, muy pocos, Watanabe introduce, tal cual, un haiku en medio o al final del poema, tal es el caso de “Mi ojo tiene sus razones”[11] en el que después de la segunda estrofa escribe:

                       […]

                       Soy de repeticiones, como todos. Entonces puedo suponer que

                       Si hubo niebla

                       Le dije: botes en la bruma pueden ser sólo reflejos, espejismos,

                       Y le mencioné el antiguo haiku de Harumi:

 

                                                                     “Entre la niebla

                                                                     toco el esfumado bote.

                                                                     Luego me embarco”

                       […]

 

El haiku de Harumi, posiblemente de su padre, o del propio Watanabe, simulando la existencia de ese antiguo haijin, entra en el poema casi con la estructura tradicional, en vez de 5-7-5, contamos 5-8-5 sílabas. El haiku, eslabonado a las otras estrofas, se funde en la estructura del poema, pero al mismo tiempo mantiene su autonomía.

En “Casa joven con dos muertos”,[12] Watanabe cita nuevamente un haiku, pero esta vez el haijin es conocido, se trata de Arakida Moritake, sacerdote shintoista (1473-1549), el haiku se engarza casi al final del poema:

                       […]

                       Mi casa es joven para tener un frondoso y primaveral limonero.

                       Del limonero viene ahora el haiku del poeta Moritake:

                                                                     Cae un pétalo de la flor

                                                                     Y de nuevo sube a la rama

                                                                     Ah, es una mariposa

                       Una equivocación bella y horrida

                                              cuando sobrevuelan el patio dos mariposas pálidas

Según cuenta la historia, Moritake escribe su haiku gracias a un error de percepción: confunde a una mariposa con el pétalo de una flor que cae y aparentemente retorna a la flor; ese error lo lleva a una intuición y con ésta resuelve para sí un koan que la tradición zen había propuesto: “¿puede una flor caída volver a su rama?” Watanabe retoma el haiku de Moritake y añade su propia intuición: en el mundo andino las mariposas son las mensajeras de la muerte, el poema, dedicado a la memoria de su madre y de su hermano, supone otra analogía, ya no la flor y la mariposa que se funden y confunden, sino las almas y las mariposas que también se confunden y funden, y retornan a la vida en ese otro imaginario.

Otros poemas, muy pocos, por su brevedad, recuerdan el espíritu de concisión del haiku; en “Orgasmo”[13] Watanabe se interroga:

                       ¿Me dejará la muerte

                       gritar

                       como ahora?

 

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Tres versos y trece sílabas que irradian desde su contención diversos sentidos, emociones, reflexiones, y la fusión de los contrarios, Eros y Tánatos, el amor (la vida) y la muerte. Como en un haiku, en el poema “Orgasmo” aparece también la necesidad de reconciliación, (hai: ideograma de la conciliación de los dobles[14]). “Orgasmo” lanza una pregunta abierta y ésta generará, desde su precisión y ambigüedad, tantas respuestas como lectores existan.

Finalmente, en muchos otros poemas, al igual que en “El puente”, Watanabe inserta uno, dos o tres versos, como engranajes del resto del poema o como cierre del mismo, y es precisamente en ellos, en estos versos, en donde percibimos cómo se intensifica el lenguaje, cómo alcanza una intensidad propia de la contención y expansión del haiku. Señalaré, sin citar los poemas completos, algunos de los versos inscritos en los poemas, en los que se percibe lo anterior: En “A propósito de los desajustes”,[15] al final de la primera estrofa, leemos: “Han sucedido muertes y matrimonios/ y el humo de la caña molida sobrevuela todavía/ […] Aún estoy a tiempo para reconciliarme”.  En “Como el peje-sapo”,[16] casi al principio, Watanabe anota: “Más vale/estar asido/ del aire”. Al final de “El límite”,[17] como cierre del poema encontramos estos dos versos: “Hacia afuera/ es más severo el límite en la transparencia del aire”. En el poema “En el cauce vacío”,[18] Watanabe introduce y reescribe un verso basándose en un haiku de Issa: “En el regreso todo se convierte en zarza”. En “La silla perezosa”,[19] al final del poema leemos: “Entre la viruta/ un conejo/ todavía dormirá el tiempo de los muchachos asustados.” En el poema “A la noche”[20] también como cierre del mismo: “cualquier papa soy yo, el primario/ acaso nonato, y quién sabe si ya picado”. Otra vez como cierre en “A los ’70ˢ”[21]: “veo, casi toco/ las gotas,/ pero el dedo nunca acierta: el agua está del otro lado”. Como cierre de “El maestro de Kung Fu”[22] escribe: “Usted ha supuesto que yo creo a mi adversario cuando danzo/ […] él me hace danzar a mí”. Y por último, al final de “En el bosque de espinos”,[23] leemos: “[…] la cabra que ya huye/ y grita/ y se deja en cada espina”. Basten estos ejemplos para hacer la reflexión, ¿qué tienen en común todos ellos?, además de servir como cierre o engranaje del poema, en estos versos se genera una atmósfera distinta; un tono que rompe con el tono conversacional  y directo que utiliza Watanabe la mayor parte del tiempo en sus poemas. Estos versos introducen ambigüedad y sugerencia, en ellos sentimos moverse la intuición del poeta, percibimos el destello del lenguaje que vela y revela a un mismo tiempo, nos sorprenden por su concisión y al mismo tiempo por su apertura: ensanchan el horizonte del poema.

 

 

 

 

Bibliografía

 

Sato, Amalia. Japón en Tokonoma. Su literatura: traducciones + lecturas. Argentina: Series Tokonoma, 2001.

Silva, Alberto (selección, traducción y estudio crítico). El libro del Haiku. Argentina: Editorial Bajo la Luna, 2005.

Suzuki T., Daisetz. El zen y la cultura japonesa. Trad. María Tabuyo y Agustín López, España: Editorial Paidós, 1996.

Watanabe, José. Obras Completas. Valencia, España: Editorial  Pre-Textos, 2008.

Watanabe, José. El huso de la palabra. Lima: Editorial Colmillo Blanco, 1989.

 



[1] José Watanabe, El huso de la palabra, p. 7.

[2] José Watanabe, “Elogio del refrenamiento”, en Quehacer 117, 2000 (en esta revista aparece una primera versión del ensayo).

[3] p. 345. (Todas las citas de poemas o versos sueltos fueron tomados de: José Watanabe, Obras Completas. Valencia, España: Editorial  Pre-Textos, 2008).

[4] p. 64-65.

[5] Daisetz T. Suzuki, El zen y la cultura japonesa, p. 161.

[6] p. 413.

[7] Alberto Silva, El libro del Haiku, p. 396.

[8] Ibid., p. 396.

[9] Daisetz T. Suzuki, El zen y la…Op.cit., p. 165.

[10] p. 141.

[11] p. 59.

[12] p. 168.

[13] p. 400.

[14] Amalia Sato, “El haiku, una forma moderna”, en Japón en tokonoma, p. 78.

[15] p. 85.

[16] p. 105.

[17] p. 109.

[18] p. 130.

[19] p. 151.

[20] p. 153.

[21] p. 154.

[22] p. 210.

[23] p. 195.

Clásica modernidad: Carlos Germán Belli y las sextinas [Bonus track: 3 Sextinas]

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Vallejo & Co., a manera de pequeño homenaje y celebración por la distinción al poeta Carlos Germán Belli (Lima, 1927) con el Premio Nacional de Cultura del Perú (2016) en la categoría trayectoria, publica esta breve crítica que profundiza en la lírica del vate peruano y aclara ciertos aspectos respecto a la poesía de Belli, las sextinas.

 

 

Por joséagustín hayadelatorre

Crédito de la foto www.eldiario.es

 

 

Clásica modernidad:

Carlos Germán Belli y las sextinas

 

 

La poesía Carlos Germán Belli (1927)  es de aquellas que siempre sorprende en los distintos aspectos técnicos y temáticos. Además de un manejo estupendo del lenguaje, su poesía —ajena a imposiciones estéticas— halla una súbita fuerza en el uso de las formas métricas clásicas y en la adaptación conceptual al presente. Por ese motivo, para poder entrar a la poética de Belli es importante realizar una revisión sobre una de las composiciones clásicas más usadas por el vate como la sextina, que nos permitirá develar una parte de la dimensión de su escritura.

Desde sus inicios la creación poética se regía por una serie de reglas conceptuales y formales. Es decir, de acuerdo al tema sobre el que se vaya a escribir este se correspondía con un formato (soneto, copla, villancico, madrigal, etc.) que a su vez contaba con una organización interna llamada métrica. Esta práctica se mantuvo hasta fines del s. XIX momento en el que la poesía cambiaría, pues los poetas comenzaron a plantear otro tipo de temáticas, muchas veces consideradas poco poéticas, así como a experimentar con el poema en prosa y el verso libre.

 

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El poeta Carlos Germán Belli.

 

Pero las formas clásicas no caducaron en el s. XX, el siglo de las vanguardias; por el contrario fueron replanteadas a todo nivel. Por ejemplo, el Nobel Derek Walcott escribió en tercetos su libro épico Omeros, pero son pocos quienes trabajarán a ese nivel; no obstante, formas composiciones más breves como el soneto fueron cultivados, como lo demostró Federico García Lorca en su libro sus Sonetos del amor oscuro o más recientemente el chileno Óscar Hahn en  Versos robados.

Dentro de los cambios que los poetas han llevado a cabo en las formas clásicas se encuentra que las rimas (continua, gemela, abrazada o encadenada; parcial o total; oxítona, paroxítona o proparoxítona), así como las formas métricas (cantidad de sílabas métricas y los lugares de acentuación) han sufrido variantes. Por ejemplo, en el poema “Madrigal al billete de tranvía” de Rafael Alberti los dos últimos versos no se corresponden con las sílabas métricas “correctas” de 7 y 11, como las demás estrofas, sino son 8 y 10. Además, el tema al que correspondía este tipo de composición debía ser amoroso o idílico, pero el poeta de la generación del 27 le brindó una entrada a los nuevos elementos que rodeaban la vida cotidiana del siglo pasado:

Adonde el viento, impávido, subleva
torres de luz contra la sangre mía,
tú, billete, flor nueva,
cortada en los balcones del tranvía.

Huyes, directa, rectamente liso,
en tu pétalo un nombre y un encuentro
latentes, a ese centro
cerrado y por cortar del compromiso.

Y no arde en ti la rosa, ni en ti priva
el finado clavel, si la violeta
contemporánea, viva,
del libro que viaja en la chaqueta.

 

En esta misma línea de poetas que utilizan las formas clásicas podemos ubicar varios de los textos de Carlos Germán Belli. Como señala Inmaculada Lergo, una de sus más importantes investigadoras, en su artículo “Chús Arrellano, Jesús Munárriz y Sofía Rhei: Sextinas. Pasado y presente de una forma poética” Belli ha rescatado la sextina para el español. Ese tipo de composición poética la inventó el trovador provenzal Arnaut Daniel a fines del s. XII, pero aún sin una forma definitiva. Será Dante Alighieri quien se la dé y Francesco Petrarca quien la encumbraría en la lírica italiana. Esta composición, como señala el estudioso Antonio Quilis en su libro Métrica española, recién llegaría a España en el s. XVI y se cultivaría durante el periodo Barroco. Asimismo, el filólogo español comenta que si bien la sextina reapareció con alguna fuerza a mediados del s. XX “No tuvo demasiado arraigo, debido seguramente a la dificultad de someter el tema que proponían desarrollar en unos esquemas tan rígidos y tan difíciles de conseguir plenamente: la ausencia de rima en las estrofas, la repetición lejana de ella en cada una de las siguientes, el empleo de palabras bisílabas al final de cada verso, pueden dar lugar a un desmoronamiento formal y conceptual, si no se utiliza con destreza”.

 

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Como todo autor de voz potente, este rescate no fue solo una formalidad. Por el contrario, Belli la adaptó a sus necesidades; es decir, la forma ya no se impone al escritor, sino que este la utiliza como un soporte estético para potenciar la parte semántica-conceptual. El vate le comentó en una entrevista a Alejandro Gortázar, “El hablante preciso”, que el uso de las formas clásicas “es una conjunción de tradición y modernidad, lo digo en términos simplistas. Por un lado mi vivencia de hombre contemporáneo, de hombre del s. XX y ahora por suerte, del s. XXI. Ese sería el lado de la modernidad. Y por otro la estructura en sí, que es la estructura poética ligada a la tradición antigua, los metros, las formas estróficas, distintas composiciones poéticas como la sextina, la villanela, la balada que es lo antiguo. En suma creo que he tratado siempre de expresar mis vivencias como una suerte de catarsis, usando la escritura como una catarsis y cultivar las expresiones antiguas que siempre me han encandilado”. Además, Belli señala, en esta misma entrevista, que descubre la sextina leyendo al poeta estadounidense Ezra Pound, la villanela al también estadounidense Theodore Roethke y la balada por el poeta francés François Villon.

Como señala el estudioso peruano Julio Ortega en su artículo “Sextinas y otros poemas” la poesía de Belli combina varios elementos en apariencia disímiles. Por un lado, la influencia del surrealismo y de un lenguaje arcaizante en una sintaxis clásica. Además, su lenguaje confesional y simbólico, se ha nutrido de los textos de los poetas del Siglo de Oro español pero desplazados de sus contextos originarios. Belli forja a partir de estos elementos y de la adopción de voces del habla popular darle a sus textos un sentido alegórico sobre la realidad peruana.

Una sextina, como señala Quilis, “está formada por seis estrofas y una contera; cada estrofa tiene seis versos no rimados; cada verso finaliza en un sustantivo bisílabo; la contera es una estrofa de tres versos. La palabra final de cada verso de la primera estrofa debe repetirse, en un orden determinado y distinto en cada una de las cinco estrofas restantes, y estas seis palabras tienen que aparecer forzosamente en la contera”.

Sin duda la recuperación de formas clásicas adaptadas al contexto actual abre nuevas posibilidades de expresión. En el caso de la poética de Belli, estas le han permitido un tipo de experimentación que los ismos vanguardistas dieron por clausurada, aunque la actitud estética del vate se nutra de uno de estos movimientos. En el caso puntual de las sextinas, composición muy usada por el Belli en varios de sus libros, el poeta les ha dado una nueva magnitud.

 

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Acá una breve muestra de algunas sextinas escritas por Belli:

 

Sextina de la disminución

Del álbum de familia la gran foto,
en donde el continente de los kilos
repartido fue lindamente en trozos,
en los haces y enveses deste fardo,
bajo las vueltas de divina soga,
ciñéndo con el celo de su nudo.

No faltaba de la razón el nudo,
como bien puede verse en esta foto,
y aun de flamante nylon era la soga,
que unía los recién pesados kilos,
en el interior del prenatal fardo,
engarzando entre sí todos los trozos.

Como piezas de máquinas los trozos,
cada cual con su inextricable nudo,
entre los pliegues del corporal fardo,
que lucir nunca hicieron en las fotos
bajo arpillera mal mezclados kilos
ni en Rayos X tumefactas sogas.

Más cierto día rómpense las sogas
y descuajaringados van los trozos
volando por el aire con sus kilos,
por no haber la fijeza del buen nudo,
y cuando hay que tomar hoy nueva foto
no saben cómo hacer pesar el fardo.

Así despachurrado se halla el fardo
por exclusiva culpa de las sogas,
y nunca más en otra nueva foto,
en dulce popurrí estarán los trozos,
sino por siempre desatado el nudo
y ya sin continente cada kilo.

En fin ahora sólo febles kilos,
cuyo peso no vale nada en fardo,
y ni híbrido son por no haber el nudo
del todopoderoso de las sogas,
que desmembrado yace cada trozo
antes del acabóse de la foto.

Danos, Dios mío, de tu soga el nudo,
que si no en nueva foto qué de trozos
y aun kilos como pizcas en los fardos.

 

 

 

Sextina de los desiguales

Un asno soy ahora, y miro a yegua,
bocado del caballo y no del asno,
y después rozo un pétalo de rosa,
con estas ramas cuando mudo en olmo,
en tanto que mi lumbre de gran día,
el pubis ilumina de la noche.

Desde siempre amé a la secreta noche,
exactamente igual como a la yegua,
una esquiva por ser yo siempre día,
y la otra por mirarme no más asno,
que ni cuando me cambio en ufano olmo,
conquistar puedo a la exquisita rosa.

Cuánto he soñado por ceñir a rosa,
o adentrarme en el alma de la noche,
mas solitario como día u olmo
he quedado y aun ante rauda yegua,
inalcanzable en mis momentos de asno,
tan desvalido como el propio día.

Si noche huye mi ardiente luz de día,
y por pobre olmo olvídame la rosa,
¿Cómo me las veré luciendo en asno?
Que sea como fuere, ajena noche,
no huyáis del día; ni del asno, ¡oh yegua!;
ni vos, flor, del eterno inmóvil olmo.

Mas sé bien que la rosa nunca a olmo
pertenecerá ni la noche al día,
ni un híbrido de mí querrá la yegua;
y sólo alcanzo espinas de la rosa,
en tanto que la impenetrable noche,
me esquiva por ser día y olmo y asno.

Aunque mil atributos tengo de asno,
en mi destino pienso siendo olmo,
ante la orilla misma de la noche;
pues si fugaz mi paso cuando día,
o inmóvil punto al lado de la rosa,
que vivo y muero por la fina yegua.

¡Ay! ni olmo a la medida de la rosa,
y aun menos asno de la esquiva yegua,
mas yo día ando siempre tras la noche.

 

 

 

Sextina de Kid y Lulu

Kid el Liliputiense ya no sobras
comerá por primera vez en siglos,
cuando aplaque su cavernario hambre
con el condimentado dorso en guiso
de su Lulú la Belle hasta la muerte,
que idolatrara aún antes de la vida.

Las presas más rollizas de la vida,
que satisfechos otros como sobras
al desgaire dejaban tras la muerte,
Kid por ser en ayunas desde siglos
ni un trozo dejará de Lulú en guiso,
como aplacando a fondo en viejo hambre.

Más horrible de todos es tal hambre,
y así no más infiernos fue su vida,
al ver a Lulú ayer sabrosa en guiso
para el feliz que nunca comió sobras,
sino el mejor manjar de cada siglo,
partiendo complacido hacia la muerte.

Pues acudir al antro de la muerte,
dolido por la sed de amor y el hambre,
como la mayor pena es de los siglos,
que tal hambre se aplaca presto en vida,
cuando los cielos sirven ya no sobras,
mas sí todo el maná de Lulú en guiso.

Así el cuerpo y el alma ambos en guiso,
de su dama llevárselos a la muerte,
premio será por sólo comer sobras
acá en la tierra pálido de hambre,
y no muerte tendrá sino gran vida,
comiendo por los siglos y los siglos.

El cuerpo de Lulú sin par en siglos,
será un manjar de dioses cuyo guiso
hará recordar la terrestre vida,
aun en el seno de la negra muerte,
que si en el orbe sólo existe hambre,
grato es el sueño de mudar las sobras.

Ya no en la vida para Kid las sobras,
ni cautivo del hambre, no, en la muerte,
que a Lulú en guiso comerá por siglos.

 

 

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1981). Poeta, curioso y fragmentario. Licenciado en literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, magíster y candidato a doctor en literatura por la Universidad de Salamanca-España. Cofundador del grupo de creación y publicación Sociedad Elefante, en 2000. Actualmente se desempeña como docente en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (Perú). Ha publicado en poesía Canto de la herrumbre (2006), Nocturno del alba (2008) y un bosque ardiendo bajo un mar desnudo (2016).

Pablo Romero, una entrevista y 7 poemas

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Por: Enrique Solinas

Crédito de las fotos: Pablo Romero

 

 

Pablo Romero, una entrevista y 7 poemas

PR: “La poesía más que un género es la posibilidad

de una sensibilidad aguda, implacable”

 

 

Romero Básico

Pablo Romero (Prov. de Tucumán, Argentina, 1999) es un joven poeta –si cabe esta denominación– con una calidad y solidez deslumbrantes. Con sus dieciséis años, su voz poética se levanta por encima de las nuevas promociones, siendo la voz más interesante de la nueva poesía argentina.

Autor de Días de Babel (Stillnes & Blood Press, México, 2015; reedición Editorial Buena Vista, Córdoba, 2016) e Introducción al fuego (inédito). En 2014 dirigió la revista digital por qué tiemblan (http://porquetiemblan.blogspot.com.ar)  y lleva a cabo el proyecto Poesía F5 o la arquitectura del cómo (http://poesiaf5.blogspot.com.ar). Compiló junto a Rosa Berbel, la antología Orillas –una muestra de poesía joven argentino-española–.

Sus poemas aparecen en numerosas revistas digitales e impresas, de Argentina y del exterior y lleva adelante su propio blog llamado Retrato incendiario,  http://retratoincendiario.blogspot.com.ar/p/sobre-mi.html

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El poeta Pablo Romero

El comienzo (entrevista)

 

Enrique Solinas [ES]: ¿Cómo llegó a vos la poesía?

Pablo Romero [PR]: La poesía viene mucho antes que la escritura. Es anterior a nosotros, la poesía se acarrea. Acarrear me parece una palabra preciosa porque suena a arrastre, a tierra. Cada vez que la oigo algo me tira y me lleva hasta el fondo de mí: la escritura podría ser eso. La escritura podría no ser.

Nací en una casa gigante que pertenecía a mi abuela. En el fondo de la casa, había un cuarto –todavía hoy deteriorado– lleno de musgo. Adentro, había cientos de libros. Jugar era correr y llegar hasta ahí, con el miedo a la oscuridad, a los bichos, al polvo, agarrar un libro y salir corriendo. Una aventura.

Di con la poesía a los once años. Papá escribía y leía mucho, me regaló una Antología Universal. Hay quienes dicen que la poesía lo eligió. Ese no es mi caso. Yo elijo escribir poesía todos los días, yo elijo persistir.

 

[ES]: ¿Por qué pensás que escribís poesía y no otro género?

[PR]: Todos los géneros son poesía. Muchos poetas han demostrado ser buenos novelistas, ensayistas, directores, artistas plásticos. La poesía más que un género, es la posibilidad de una sensibilidad aguda, implacable.

 

[ES]: ¿Y cómo es escribir desde Tucumán, el norte de Argentina, lejos de Buenos Aires? Contanos esta experiencia.

[PR]: Escribir poesía en una ciudad perdida en el norte del país tiene su encanto, pero no deja de ser muy difícil acceder a cierto público y a ciertos sectores de la cultura que acá prácticamente son inexistentes. Hay que despampeanizar la literatura. Desconsagrarla. En ese sentido el internet ha sido revelador. De repente encontrar poemas de Daniela Camacho o Elena Medel es una especie de revelación del mundo. De un mundo que es mío y con el que comparto temporalidad.

Creo que si pudiera, no elegiría nacer en otro lado. Esto es lo que soy, y cada partícula de mi historia –por más minúscula que sea– me trajo hasta aquí.

 

[ES]: Luna Miguel, Rosa Berbel, David Meza, Oriette D’Angelo, vos y otros tantos más que forman parte de las nuevas promociones poéticas, son considerados hijos de la red, porque fue ella la que les dio visibilidad. ¿Considerás que esto fue decisivo a la hora de escribir?

[PR]: A la hora de escribir, no. Pero sí es una forma de mirar y entender el contexto histórico que nos toca vivir. Disfrutamos que cada escritura y realidad espaciotemporal sean distintas. Lo celebramos. Estoy en total desacuerdo con quienes leen esta nueva ola poética con juicio comparativo. Internet es un medio importantísimo. Nosotros nos resistimos a decir que escribimos a la luz de una vela y con una pluma. Aceptamos que abrimos el W

De alguna forma Pablo no existiría sin Luna, ni Rosa, ni David. Es el intercambio lo que nos permitió sentirnos parte y lo que nos impulsó. Estoy convencido de que la literatura tiene que ser testimonio de su tiempo.

 

[ES]: Tu poesía sorprende por su originalidad y porque en tu poética hay gestos de novedad y calidad que no suele ser común en el espacio literario y menos a tu edad. Esto sumado a las distintas reflexiones que realizas sobre el cuerpo (el dolor del existir, el poder de la palabra sobre el cuerpo), y temas como la madre, la infancia y la muerte, en forma dialógica-retórica, llegando a momentos deslumbrantes en medio de la aparente oscuridad. ¿Cómo percibís que es recibida tu poesía? ¿Sos consciente de lo que producen tus poemas en el lector/espectador?

[PR]:  No. Y espero no caer nunca en la consciencia de creer saber lo que producen mis poemas en el otro. Veo mucho asombro del otro lado. No sé si soy bueno o no. Esta es la mejor versión de mí que hoy puedo ofrecer. Yo quiero seguir creciendo.

Me comparan con poetas imposibles, me hace mucha gracia. Me resigné a ser Pablo y a veces hasta pareciera ser suficiente.

 

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[ES]: ¿Qué es lo que te interesa comunicar en el poema a la hora de escribir y por qué?

[PR]: Busco el asombro. La sorpresa.

Dejarse y hacerse sorprender por el lenguaje no es cualquier cosa; implica componer minuciosamente un autómata destinado a repetirse para siempre. En ese sentido, no hay nada premeditado. Es imposible elegir qué es lo que nos asusta o enamora.

Uno piensa en sus pasiones. Lo demás es instinto.

 

[ES]: La poesía, ¿de qué nos salva, a qué nos condena?

[PR]:  De uno mismo, a uno mismo.

 

[ES]: ¿Escribir para qué, para quién?

[PR]: Escribo para acortar la distancia entre mi existencia y yo. Hacer puente o salvavidas, para tener un poco menos que nada.

El hombre ha buscado desde siempre un poema que lo salve: el primer ejemplo de la historia son las manos en negativo. Esta necesidad de una concepción nueva del mundo, dejar grabada una huella aunque sea anónima, con la simple esperanza de no dejarse arrastrar por el olvido. Aún cuando se está solo. Aún en la oscuridad. Aún con las manos rotas.

Empecé a escribir con la esperanza inútil de que algún día me leyera mi hermano. Él tiene un retraso mental: doce años y no habla. A veces creo poco probable que alguna vez llegue a hacerlo: es de esa imposibilidad desde donde escribo. Desde esa angustia.

 

[ES]: Tu primer libro Días de Babel fue editado en 2015, en México, e inicia un camino prometedor y entusiasta por parte de los lectores y de la crítica. ¿Qué es lo que estás escribiendo ahora y en qué otros proyectos estás trabajando?

[PR]: Actualmente, trabajo en una reedición corregida y aumentada de Días de Babel, que será publicada por Editorial Buena Vista (Córdoba, Argentina). Recibí propuestas de edición en Europa para mi segundo libro, Introducción al fuego, pero aún no puedo decir demasiado. Algunos poemas de ese libro que circulan por ahí están teniendo una recepción hermosa, al menos. Eso me alegra mucho.

Tengo mil notas para una serie de prosas. Pero a diferencia de mis otros proyectos, esto no es algo que considere publicable, sino que es más bien un juego de percepción donde dialogan la pintura y la poesía, indistintamente. Tengo que elegir a quién matar, todavía. Pensé en Wyeth.

 

[ES]: Por último, ¿Qué es lo que vos querés?

[PR]: Sensibilidad suficiente para nunca aburrirme del mundo.

 

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Así escribe Pablo Romero

 

Siete poemas

 

 

Poema

 

Escribir es deplorable, Cuerpo.

Pretendemos encontrar haciendo pérdida.

Inútiles.  Adoramos la poesía porque no es.

Nos odiamos porque somos. Escribir

es un parto porque siempre hay un hijo

y siempre uno es padre aunque nunca se sabe:

querido hijo dos puntos. Acá tienes el mundo.

Es la hiedra que calo entre tus huesos.

 

 

 

Apartado sobre la atrocidad 

 

a Lucas

 

El niño dice tiempo y le sangra la boca

 

grita como queriendo arrancar de golpe

el gesto muerto de un dolor

demasiado inútil

la columna torcida de sostener

el peso de otros años

unas manos donde nadie espera

para la terrible ceremonia de mirarlo caer

 

no debería el miedo caminar descalzo

un paso y otro a la intemperie,

 

descenso transversal al agujero de los días.

 

el niño dice tiempo y le sangra la boca

 

un romperse contra toda luna

 

contra toda intensidad

 

 

 

Romper un vaso

 

Estaba al borde. Lo juro. Casi imperceptible,

atento a la ruina como a punto de darse muerte

como sabiendo el lugar exacto dónde hacer fuga.

 

Estaba al borde.

 

Tuve un amor alguna vez. Era como vivir de la sed,

darse contra el mar hasta romper el cuerpo.

 

Pero no era mi cuerpo lo que se fragmentaba

en la caída,

no esta vez. El vaso caía por el peso de su nombre,

dije vidrio y no necesité más para cortarme.

 

La poesía hace estas cosas.

 

 

 

Estudio sobre el fracaso

 

Padre nuestro

no sé cómo se escribe tanta vida.

Tuve que decir la plegaria porque la fisura

marca lo insufrible de mi cuerpo.

 

No cabía la luz. Lloraba

como si me hubieran llamado Pablo o infinidad,

es lo mismo; como tragar sin querer el pecado

de haber nacido insaciable.

 

Escribir la ruina, escribir la catástrofe

hubiera sido más fácil que decir mi nombre.

Por ejemplo, hagamos de cuenta

que es alba y que no estás.

 

Hay que hacer fuerza para nunca

porque la letra no cede. Se hace de golpe

un intento por dejar la plegaria y empujar

la náusea para adentro, un proceso inútil y

nefasto como aprender a mirarse  las grietas,

ahogarse sin para quién, sin para dónde.

 

Dije: así se hace la noche

un empujón con las yemas para parir

el llanto por la boca:

 

sin palabras para renunciar a la calidez

de nuestros huesos, sin fuerzas

para dejarnos caer  en la memoria del mar

que nos ha visto

 

(de Días de Babel)

 

 

Niño y luna

 

«Había un lugar hermoso porque era mío».

CRISTINA RIVERA GARZA

 

Están sentados. Uno al lado del otro, corazón adentro.

El amor arde porque está vivo y el cuerpo es el martirio

de un cáncer insufrible, precioso. No hay fuerza para mí

en las palabras incapaces de condenarnos

a la pérdida o al olvido.

Están sentados.

El niño dirá una palabra para temblar la noche: su nombre.

Va a escribirlo en una piedra.

Con el tiempo a eso va  a llamarle perdurar, sin percatarse

de que todo se borra, incluso este recuerdo.

Sin entender que crecemos

en la medida en que aprendemos a no morir

y que ninguna palabra basta para plantarnos de cuajo

en la memoria.

Un día están sentados.

Al siguiente nunca más.

 

 

 

La memoria

 

Alcanzo a atrapar fragmentos de la historia que tu cuerpo va dejándome,

intermitencias feroces como piedras. Cuando el viento es bueno las palabras

se escriben solas. Cuando el viento es bueno sabe arrancarte: desconocimiento

después, no saber dónde se está, cómo colocar las manos.

De repente estamos lejos y camino es una palabra que no sé transitar,

hay que arrancarse los ojos para ver aquello que el filo esconde

detrás de las cosas.

 

Y sin embargo escribe como si la escritura pudiera devolverte a ese lugar.

Como si arrancar bastara.

 

 

 

Niño y dialectica

 

a Claudia Masin

 

Me arranco vivo en el gesto de permanecer. Yo quedé pensando

que quedarse no es persistir, que la historia de la casa comienza

cuando se vacía, que el primer recuerdo es siempre después.

No escribo esto como quien se va sino como quien nunca supo irse.

Como quien descubre, por las malas, que la belleza lastima

casi tanto como la sed.

¿Construir una casa nos hubiera salvado de nosotros?  Ni vos ni yo

quisimos nunca una casa pero la escribimos, escribimos

hasta hacer una casa el llanto y hasta pareciera que correr la herida basta

para no morir demasiado.

 

Los niños sentimos cuando llega el olvido. Sabemos el momento exacto

en que la niebla comienza a partirnos. Esto es también la inocencia,

decir la palabra incorrecta en el momento adecuado:

 

el niño murió de escribir el fuego que lo hizo trizas.

 

La luz recuerda el dolor que ocupamos.

 

(de Introducción al fuego, inédito)

Juan de la Fuente: “Venimos aquí para recordar lo que ya sabemos”

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El poeta Juan Carlos de la Fuente Umetzu vuelve a las comarcas con Puentes para atravesar la noche (2016). En el conjunto, De la Fuente navega entre el zen, el surrealismo y la pulsión beat. Pura vida.

 

 

Entrevista por José Carlos Picón*

Crédito de la foto Juan de la Fuente

 

 

Juan de la Fuente: “Venimos aquí para recordar

lo que ya sabemos”

 

 

Juan Carlos de la Fuente Umetzu**, descendiente de antiguos japoneses. Se considera un hombre de oración y sobre esta piensa que, al igual que la poesía, es una especie de puente con el cosmos, un contacto pleno con las formas de Dios, la búsqueda de una conexión universal, el encuentro con las energías que habitan este mundo y los otros mundos posibles e imposibles. “Lo importante es el corazón, la elevación, la mirada que te mira y que tú miras”, nos refiere.

 

El poeta Juan de la Fuente leyendo sus poemas

El poeta Juan de la Fuente leyendo sus poemas

 

Entrevista

 

José Carlos Picón [JCP]: ¿Cómo logras hacer convivir tu quehacer poético con el trabajo que realizas como comunicador en una importante empresa? Aparentemente, podrían pensar algunos, son mundos totalmente alejados y reñidos.

Juan Carlos de la Fuente Umetzu [JCdlFU]: En el 2010 publiqué La belleza no es un lugar, un libro cuyo título creo que responde a tu pregunta. Y es que se trata de eso: la poesía no es un lugar sino un estado del cuerpo y el alma, una forma de vida, de conocimiento y reconocimiento, una práctica que va más allá del ejercicio mismo de la escritura; la poesía está  más allá del tiempo y de la historia, y, por eso mismo, el tiempo y la historia están inmersos en la poesía, nunca a revés.

Considero, además, que en los tiempos actuales, la marginalidad también se encuentra en el centro, en el servicio y en lo colectivo, sin dejar de lado la soledad creativa. La marginalidad no solo está en la periferia. Todos somos uno, estemos donde estemos y la posibilidad de visionar está allí presente en cada momento, pero hay que mirar en la dirección adecuada, hay que estar preparados para mirar en la dirección adecuada. Habites la morada que habites eres tú, tienes que ser tú; la sinceridad y el respeto por lo sagrado son mi forma de habitar este mundo en poesía. Recordemos que la luz es invisible y que solo la presencia de los seres y las cosas es lo que la hace visible.

 

 

[JCP]: El germen de tu poesía es la contemplación, la reflexión que proviene, percibimos, de las tradiciones orientales. ¿Cuál es el rol del tiempo en tu caso para someterte al rigor de la poesía?

[JCdlFU]: Uno no se somete al rigor de la poesía, porque uno ya está inmerso en la poesía, incluso mucho antes de tomar conciencia de esta situación. Basho decía, al hablar del oficio poético, que lo que más le pedía la poesía y lo que más hacía él era entregarse a ella sin más, pues es “un arte que no admite componendas y que, por el contrario, sí exige mucho amor y tenacidad.” En vez de rigor, yo hablaría entonces de amor, que es el comienzo y el final de todo: uno puede amar la vida tanto como puede amar la muerte, ambos estados forman parte de nosotros.

 

 

[JCP]: Podríamos decir que este es un libro ecléctico. Son varias las influencias y diversos los registros que el lector atento puede percibir. Tiene lo más espiritual de la poesía beat —recuerdo a Snyder—, varios textos beben de la poesía francesa de inicio y mitad del siglo XX —surrealismo—, pero además están presentes el espíritu Tao y la ‘determinación’ Zen. ¿Qué podrías contarnos sobre ello?

[JCdlFU]: A esta altura de la época ya no existen escuelas, existen energías creativas que se sincronizan y con las que nos sincronizamos. Bebemos de todos los ríos, de todos los nombres. Pero hay que que desconfiar de los nombres cuando etiquetan las ideas y las emociones. Las denominaciones nos separan y hoy nuestra búsqueda debiera pasar por la integración. Por ejemplo, has mencionado a Snyder y la poesía beat, pero Snyder pudo ser también un poeta japones, chino, sioux o un naturalista de cualquier época; la poesía de Snyder es esencial, como lo es la poesía Zen, el surrealismo y esa orientación hacia el misterio que está fuera o dentro de ti para interpelarte, para decirte que tú eres aquello que más o odias o amas. Venimos aquí para recordar lo que ya sabemos, lo que navega en nuestra sangre, lo que nos reconoce cuando miramos, sentimos, respiramos. Y las cosas, como decía el gran Carlos Pellicer: “las cosas saben más de mí / que yo de ellas”.

 

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[JCP]: ¿Crees que se trate de un libro de fe y espiritual?

[JCdlFU]: Fe en la poesía, fe en lo espiritual, fe en el ser humano. En la poesía porque siempre nos salva, incluso a pesar de nosotros; en lo espiritual porque es el sustento de lo fugaz y lo eterno; en el ser humano porque es quien goza y sufre su condición mortal y su inmortal imaginación. Nunca dogma, nunca camisa de fuerza. Lo sagrado, sí, porque de allí procede el hombre y allí habita la divinidad. La poesía tendrá siempre una doble función para el poeta: curar a otros y al mismo tiempo curarlo.

 

 

[JCP]: También siento que otorgas un espacio para una suerte de ‘cinismo’ y humor, cierta ambigüedad que proviene quizás de esas tradiciones orientales mencionadas. ¿Lo crees así?

[JCdlFU]: En el budismo Zen la iluminación llega, a veces, como resultado de un hecho que puede resultar risible, como un fuerte coscorrón del maestro al discípulo, por ejemplo; es algo imprevisto, donde el vuelo de una mosca o de un ángel pueden entregarnos a veces el mismo mensaje.

Ahora bien, en la poesía japonesa, tenemos a Kobayashi Issa, a quien tanto amaba José Watanabe. Issa es el poeta que canta a la naturaleza con humor, a los insectos con ironía. ¿Por qué no podemos tener compasión de Dios? ¿Por qué no podemos tener compasión de la muerte? ¿Por qué no podemos pensar nuestro dolor, sacarle una sonrisa para a partir de allí comenzar a curarnos? Es necesario descubrir lo que hay detrás de cada ser, cosa, suceso y desprenderse de recetas académicas: la única técnica para leer poesía es hacerlo al mismo tiempo con los ojos y el corazón.

 

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[JCP]: Por cierto, hay algunas referencias a la tradición cristiana también, ¿no es así? ¿A qué se debe?

[JCdlFU]: Es sincretismo religioso. Soy un hombre de oración, soy un poeta. Es como estar en multitud, es algo en lo que te conviertes, es la colectividad a la que regresas sin dejar de lado tu individualidad, tu independencia.

 

 

[JCP]: ¿Podría interpretarse el libro como la bitácora de viaje de un viajero diletante, que apunta a veces con humor, a veces con tristeza, nostalgia, ímpetu reflexivo, o alegóricamente —optimista y contradictorio— su vida cotidiana?

[JCdlFU]: En realidad, tu pregunta está describiendo la vida y la poesía es como la vida. El viaje, siempre es poesía; todo libro de poesía siempre lo es. Lo mudable y lo inmutable transitan el mismo camino, acompañan al mismo ser y en él se revelan permanentemente. Cambian las formas del viaje, pero el viaje esencial es el mismo. Lo cotidiano no deja de hablarnos, ya sea con imágenes, ya sea con sonidos, ya sea con una pura e implacable energía. Por lo demás, como dice Thoreau: “Ninguna definición de la poesía es adecuada, salvo que sea poesía”.

 

 

[JCP]: El desapego y la impermanencia son constantes en los versos de Puentes… ¿lo piensas así?

[JCdlFU]: El desapego es lo que nos hace ir más allá de lo material y hacia el corazón de nosotros mismos. Estamos compuestos de pequeñas y grandes muertes. Al margen del juego de palabras, dicen que quedarse es también una forma de partir y partir es una forma distinta de quedarse. Todo es viaje. Solo si dejas lo que no es tuyo podrás encontrarte en el camino; somos de todos los lugares porque todos somos iguales, aunque seamos diferentes.

El tránsito en “Puentes…” es la contante: dejar para encontrar, encontrar para dejar; ir de un lugar a otro de la vida, de nuestra vida. Hay un libro que a mí me marcó mucho, “Viaje a Ixtlan” de Carlos Castaneda. Allí, además del personaje principal, don Juan, hay otro que es genial don Genaro. Sobre este personaje, el propio don Juan dice: “Para ser brujo, hay que ser apasionado. Un hombre apasionado tiene posesiones en la tierra y cosas que le son queridas, aunque sea nada más que el camino por donde anda.” Pero esas posesiones y esas cosas que te son queridas quedan atrás, las dejas; pero al dejarlas, como el tiempo, se incorporan en ti, forman parte de lo que eres, te acompañan en un nuevo viaje.

 

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[JCP]: ¿Crees que con este libro llegas a la madurez expresiva en tu trabajo escritural?

[JCdlFU]: Es un libro que clausura una etapa y que prepara otra. Es una clausura en la medida en que recoge lo que estaba presente en mis libros anteriores abre nuevas puertas para salir o entrar a otras estacias.

Considero que hay que estar abiertos a aquello que está fuera de las corrientes dominantes, sobre todo porque muchas veces allí habita la semilla de lo que será el futuro. Siento que se confunde lo fragmentario y lo contenido, con una falta de audacia; pero acaso ¿no puede ser al revés? Hay que tener fuerza y coraje para controlar la desmesura, la catarsis pura que no es poesía, evitar las recetas de todo tipo, ya sean políticas, eróticas, confesionales, lingüísticas etc. Las recetas ―digo―, que es aquello que pretende limitarte, acartonarte, restringirte; que es lo contrario a lo que contribuye plenamente a que puedas ejercer tu libertad creativa.

El poeta debe escribir como es y no como otros quieren que escriba o suponen ―muchas veces de buena fe― que es como debe escribirse. Hay lecturas y lecturas; no hay pontífices de la literatura, no creo en los Papas ni en las Papisas de la creación, en los gobiernos de la poesía, en las dictaduras del alma. Y si por madurez expresiva, te refieres al hecho de tener plena conciencia de que sin escribir no puedes vivir y que asumes totalmente tu responsabilidad por ello, entonces sí he llegado a la madurez.

Alguna vez escuché decir a alguien al que recién le habían dado un premio, que de no haberlo ganado, hubiera dejado de escribir. Sentí mucha tristeza. No se escribe para eso, se escribe ―repito― para poder vivir. Para un poeta, escribir poesía es un acto natural como comer, respirar, dormir, soñar. Y sin embargo, la única certeza que tenemos sobre la calidad de lo que escribimos, es que finalmente no tenemos ninguna certeza. Creo que de eso se trata la poesía: de tener todo y tener nada, al mismo tiempo.

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1979). Periodista por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Se desempeñó, recientemente, como periodista en la Presidencia del Consejo de Ministros del Perú y redactor en el suplemento “Luces” del diario El Comercio. Ha publicado en poesía Tiempo de veda (2006) y Canciones de un disco cualquiera (2013).

 

 

 

 

**(Lima-Perú, 1963). Poeta y periodista especializado en comunicación corporativa. Licenciado en Derecho y ciencias políticas por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde se licenció además en Literatura. Por su obra, ha obtenido el Concurso de la Municipalidad de Lima (1981), el Concurso «Manuel González Prada» (1985) y el Concurso «El Poeta Joven del Perú» (1985). Se ha desempeñado como editor de “La Revista Cultural” del diario El Peruano y de la revista cultural Fin de Siglo, además de colaborar en diversos medios escritos como el diario El Comercio. Ha publicado los poemarios Declaración de Ausencia (1999), Las barcas que se despiden del sol (2008), La belleza no es un lugar (2010) y Puentes para atravesar la noche (2016).

Sobre “Un bosque ardiendo bajo un mar desnudo” (2016), de joséagustín hayadelatorre

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Por José Antonio Santano

Crédito de la foto (Izq. Ed. Amargord)/

(der. Vanessa Martínez)

 

 

Sobre Un bosque ardiendo bajo un mar desnudo (2016),

de joséagustín hayadelatorre

 

 

Si se hiciera un estudio riguroso de la poesía en lengua española de las últimas décadas hasta hoy, casi seguro que nos daríamos de frente con una realidad difícil de admitir: no es oro todo lo que reluce. Ocurre que suenan más los nombres que las obras. La poesía ha quedado fragmentada, dividida entre los que están y los que son pero no están. Este es el quid de la cuestión. Lo mismo que en la sociedad ha calado el discurso de la mediocridad y el  pensamiento único, en la poesía ha ocurrido tres cuartos de lo mismo. Si leemos con detenimiento las obras poéticas más recientes comprenderemos mejor esta circunstancia. La bonanza de la poesía y de la joven en particular no es tanta como se nos quiere hacer creer. No toda innovación o todo lo nuevo es bueno. El hecho experimental es importante, pero no lo es menos el de la diferencia, esa búsqueda del poeta por encontrar su propia voz, que es de lo que adolece la poesía a la que me he referido con anterioridad. El poeta no puede ser un  amanuense, un copista que repite sin cesar la misma escritura que sus coetáneos. Hay que arriesgar, huir de lo fácil y adentrarse en el silencio y la oscuridad, bucear en la palabra para hallar la palabra misma, esa que es capaz de sacudirnos, de electrizarnos por el resplandor de su propia luz. Habría que revisar con detenimiento el devenir de los últimos años, siempre desde el respeto a la diferencia y la justa valoración de las obras escritas en ese período, y he dicho obras y no nombres.

 

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Consecuencia de una reflexión profunda y ese continuo deseo de búsqueda del “yo” poético, determinado por la experiencia vivencial del poeta, sorprende el poemario Un bosque ardiendo bajo un mar desnudo, de joséagustín hayadelatorre (Perú, Lima, 1981), actualmente doctorando en literatura por la Universidad de Salamanca. Un experimento poético que parte del propio desarraigo del poeta, de la necesidad de comunicar con los demás para encontrarse a sí mismo, recorriendo para ello un camino de obstáculos salvables, pero a veces muy complejos. El poeta ahonda e interpreta todo lo que se muestra ante sus ojos, y en un ejercicio de latente curiosidad indaga y bucea en la condición humana a través de la realidad más cercana. Hayadelatorre contempla el diálogo permanente entre los opuestos como si fuese una necesidad imperiosa.

Así, Un bosque ardiendo bajo un mar desnudo se convierte en un libro complejo en su estructura, en la forma y el fondo, donde cohabita la poesía y el poema en prosa. Para el poeta el desprendimiento de lo aprehendido alcanza un valor relevante, le apremia recorrer múltiples caminos para después desandarlos, hasta construir su verdad poética, su voz: «las virtudes de un poeta son / las de un asesino: a galope so- / bre un caballo ciego intenta / lacerar una selva pétrea hasta / encontrar su arteria. escucha / su sí mismo, el que no es él / donde es todos, y embellece / la destrucción y sueña lo que / destruye dándole a los muros / la forma de su rostro». Pero en esa búsqueda constante del “yo” poético no existe la exclusión del “otro”, todo lo contrario, porque su concepción del mundo no puede sino reivindicar lo humano: «…Yo recito / las lágrimas en las lápidas irradiadas del alba, las estampas / de la clarividencia en los entierros: soy centro y éxodo, / persisto ante el parpadeo. / He aquí el signo de la creación. Sólo existo / en el otro. Me determinan mi calidez nómada / y mi circunstancia sedentaria (La unida de la luz / es fragmentaria). Así, el tamaño de mi ausencia».

 

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(De izq. a der.) Diego Alonso Sánchez, joséagustín hayadelatorre y Moisés Sánchez Franco, en recital conmemorativo por la fundación de “Sociedad Elefante” de la UNMSM. Lima, 2014

 

La poesía de Hayadelatorre es reflexiva y profunda, no atiende lo superfluo, no le interesa lo banal, de ahí que siempre esté en continuo movimiento que suba y descienda, que frecuente el límite: «…Y sigo, / hacia el final de toda posesión…Resuelvo / hacia la dislocación: la mudez del grito. Y continúo / el descenso hacia la luz…». En este continuo divagar del poeta y su particular manera de interpretar el mundo destacan poemas clave como “Itinerario” («Preguntar por las últimas palabras de los libros y morir con el susurro en los labios»), “Desinencias”, “Virtud de la ceniza”, “Querella del doble”, “Lenguaje de los bosques” (la Naturaleza es una constante en su escritura) o “Nefelibata”, del que extraemos estos versos que cierran el poema: «Así, contempla desde las honduras los senderos / de la vida y la muerte.  / Imagina tu hábitat en el desierto. Y habla / enumerando la nada, / tu existencia». Toda la tensión poética contenida en este libro podría resumirse con esta afirmación del poeta: «Priman las palabras para dar forma a las ideas, no al revés”.

 

El último adiós a Gonzalo Rojas, por Juan Manuel Roca

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Como homenaje a los 100 años del nacimiento del poeta Gonzalos Rojas, Juan Manuel Roca, quien fue invitado por los hijos de Rojas a las exequias de su padre, realiza un testimonio al gran poeta chileno, fallecido a inicios de 2011. La nota fue originalmente publicada en el diario El Tiempo, en aquel año.

 

 

Por Juan Manuel Roca

Crédito de la foto www.elmostrador.cl

 

 

El último adiós a Gonzalo Rojas

 

 

“Los días van tan rápidos”, solía decir.

Y bien, a partir de ayer, se nos escondió la figura de Gonzalo Rojas Pizarro, como en uno de los juegos de su niñez, pero se nos aparecerá a cada tanto, cuando nos tropecemos ocasionalmente con un hombre libre y callejero, con la dureza de un rostro de minero, con un caballo montado por un fantasma, con la mirada socarrona de Quevedo, con una tarde fugaz y sonora como un relámpago, esa palabra que iluminaba sus sentidos con solo escucharla.
El recinto de Bellas Artes donde lo velamos es imponente, casi contrastante con su lenguaje, solo le quita solemnidad la gorra de marinero o de ferroviario, ustedes dirán, que al final del acto ha puesto momentáneamente sobre el féretro su hijo Gonzalo Rojas May.
Antes de llevarse su cuerpo hacia la morada final en Chillán, ese cuerpo que anduvo el mundo entero a sus anchas, el cuarteto Andrés Bello tocó una dulce pieza musical, el poeta Jaime Quezada proyectó unas palabras sentidas y profundas en nombre de los escritores chilenos, el también poeta y amigo de Rojas Óscar Hann leyó el bello poema Carbón, homenaje al padre que viene de la mina tras la lluvia, con “olor a caballo mojado”, y el poeta mapuche Jaime Huenún convocó el poema Sebastián Acevedo, uno de esos libertarios poemas muy suyos, que a veces son como palabras inmoladas.

 

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El Poeta Gonzalo Rojas.

A partir de hoy, buscaremos en vano la figura de Gonzalo, su rotundo paso sin pausa por las letras. Pero muchos de sus paisanos no olvidarán los encuentros que propició en la década de los setenta en Concepción, donde trabajó febrilmente trayendo a escritores como Carpentier, Cortázar, Fuentes, Sábato, a dialogar con Neruda, Teitelboim y Parra, entre otros escritores chilenos.
Otros lo recuerdan como al poeta de un erotismo frutal, como el actor desprevenido del documental Al fondo de todo esto duerme un caballo, realizado por Soledad Cortés, o como el acumulador de premios, el de su colega de Lepanto entre ellos, o como amigo y partícipe del legendario grupo Mandrágora, surrealismo en ristre, o “como el más amigo de nuestros maestros”, al decir de Floridor Pérez, uno de los poetas encarcelados por el tiranosaurio Pinochet, que ahora mismo lee otro poema de Gonzalo.

 

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Cruzan frente a su féretro académicos, escolares, poetas, pintores, músicos, arquitectos, todos amigos de Gonzalo o de su poesía, que es otra forma de la amistad. Todo un pueblo numeroso y conmovido acude al recinto de Bellas Artes.
A partir de hoy se nos esconderá la figura de Gonzalo Rojas. Se esconderá en el parque de los Artistas, donde mora Claudio Arrau, luego del responso de rigor. Se esconderá él, de puro caprichoso que es, pero no su palabra, esa palabra que asaltó un buen discurso escrito y leído por el ex presidente Ricardo Lagos, de estirpe gonzaliana, y otro que escribió el actual presidente, Sebastián Piñera, que, antes que mandatario, ha sido un reconocido editor.
Otro de los legados de Rojas, aparte de su lección de humanismo y vitalidad, de su poesía y su terquedad de piedra, reposa por un breve tiempo en los anaqueles de su vivienda, veinte mil libros que la familia Rojas May, con tino y sobriedad entregará por deseo expreso de su padre, para que, como toda biblioteca, salga a la calle, sea “un organismo vivo” en varios lugares, para que sus páginas den su vuelta al mundo en algo más que ochenta días. Algunos, incunables; otros, acunados y acuñados de vieja data, testigos de 93 años de ejercer la libertad y el humor, el amor y el rigor, a un mismo tiempo.
Me resulta emotivo y honroso que sus hijos hayan querido que viniera desde Colombia a decir unas palabras en su velación, tal vez por el afecto que nos unió, pero sobre todo por venir de un país que siempre lo consideró un compatriota en el mapa de la poesía, uno de los más grandes renovadores de la lírica hispanoamericana. Este fue mi puñado de palabras, antes de su viaje de regreso a Chillán:

Manojo de silencios
Para Gonzalo Rojas

 

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Uno de sus libros fundamentales

 

Si hay algo a lo que siempre se opuso Gonzalo Rojas Pizarro fue a convertirse, como tantos otros peregrinos de la poesía, en un novio de la muerte. Para ello, no se blindó con la coraza del miedo, sino con la razón de quien sabe sacar del socavón de los días, como lo hacía su padre minero, trozos de luz para ayudarnos a habitar, por un tiempo más, el oscuro laberinto.
Creo que Gonzalo sigue ejerciendo su carácter libertario, ese que lo llevaba a festejar la infancia del relámpago, su fugacidad atronadora. “Los días van tan rápidos”, solía decir, devorado por un hambre de lejanía y una sed de mañanas.
Volvemos a su poesía como se vuelve a un pozo de amor y libertad. Ahora mismo esconde, tras su sonora risa, un par de alas, la voz de quien oficia la religión sin feligreses, que es la verdad, una verdad pulsada y diseminada sin otro beneficio que agitarla, una verdad inventada a riesgo de ser declarado reo ausente de la más mísera realidad.
Por esa vocación de habitar y ser habitado por la verdad y por los otros es por lo que pudo expresar con llaneza su “Paul Celan soy yo”, como poniéndose en la piel de uno de los amenazados por las manos sucias y necrosadas del nazismo. Por esa misma vocación, siempre sostuvo un pulso con los que se abrogan el derecho a matar o a desaparecer, decisiones que toman mientras miran con impaciencia su necrómetro.

 

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Nunca, antes de que me tropezara con Gonzalo Rojas, me encontré con alguien tan indiviso entre decir y hacer, entre el hablar y la escritura, entre el pecho bien habitado y el ademán fraterno y generoso que tenía para sus congéneres poetas.
En uno de sus tantos espléndidos poemas, Cuerdas inmóviles, nos conmina ante el ausente a no llorar: “¿qué sacan con llorar?, / con ser, qué sacan?, el resurrecto es otra cosa/ y ahí va remando despacito”. ¿Por qué no pensar que Gonzalo rema, ahora, despacito, como un barquero de sí mismo? Yo lo veo al remo de sus versos, de esa gran barca de imágenes espléndidas con las que nos dotó para el camino.
Gonzalo, aunque usted nunca entendió la poesía como un ejercicio de mesianismo, bueno es decirle que más que como una prótesis, que más que como un remedio de un viejo terapeuta de los caminos, su palabra y sus sonoros silencios viven en nosotros, hasta nueva orden.

 


«Investigaciones de un perro». ¿El último cuento escrito por Franz Kafka?

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Vallejo & Co. reproduce el cuento «Investigaciones de un perro» del reconocido Franz Kafka, el que para algunos de sus más importante biógrafos, se puede tratar del último cuento que escribió el autor antes de morir.

 

 

Por: Franz Kafka

Crédito de la foto: taringa

 

 

 

«Investigaciones de un perro».

¿El último cuento escrito por Franz Kafka?

 

 

¡En qué forma ha cambiado mi vida, sin cambiar en el fondo! Si retrocedo con el pensamiento y evoco los tiempos en que aún vivía en medio de la perrera, participando en cuanto interesa a los perros, un perro entre perros, encuentro, si advierto más detenidamente, que siempre hubo algo que funcionaba mal, que existía una pequeña grieta y que un ligero malestar me acometía en el curso de los más solemnes actos públicos; a veces también en los círculos privados; no, no a veces, sino muy a menudo, la simple visión de uno de mis semejantes perrunos, considerado de pronto de otra manera, me turbaba, me asustaba, dejándome indefenso y desesperado. Traté de tranquilizarme; algunos amigos, a los que confesé esto, me ayudaron; luego llegaron épocas más tranquilas, en las que si bien no faltaban aquellas sorpresas, se las consideraba con más ecuanimidad y como venían se las incorporaba a la existencia; tal vez entristecían y cansaban, pero en lo demás me permitían subsistir, un poco retraído, temeroso, calculador, sí, pero en resumidas cuentas, todavía un perro cabal. ¿Cómo hubiera podido alcanzar sin esos períodos de descanso la edad de que hoy gozo; cómo hubiese podido luchar y abrirme camino hacia la serenidad desde la cual contemplo los terrores de mi juventud y la vejez; cómo hubiese podido llegar a sacar conclusiones de mi —como lo reconozco—desgraciada o, para expresarlo más cautelosamente, no muy feliz disposición, y vivir conforme a ellas? Retirado, solitario, ocupado en investigaciones, sin esperanzas, aunque para mí indispensables, así vivo, pero sin perder de vista a mi pueblo. A menudo me llegan noticias y a veces también doy alguna señal de vida. Se me trata con consideración, sin comprender mi real naturaleza; pero no lo tomo a mal e incluso los perros jóvenes, que veo cruzar alguna vez a lo lejos —una nueva generación—, de cuya infancia me acuerdo oscuramente, no me niegan su respetuoso saludo.

No hay que perder de vista que, a pesar de todas mis rarezas, traslúcidas como la luz, sigo perteneciendo a la especie. Es verdaderamente curioso —pienso, y para hacerlo tengo tiempo y ganas y disposición—lo que pasa con la condición perruna. Fuera ‘de nosotros, los perros, hay muchas especies de animales: pobres seres minúsculos, casi mudos, capaces, solamente de algunos gritos.; muchos de nosotros, los perros, los estudian, les han dado nombre, tratan de ayudarlos, de educarlos, ennoblecerlos, etcétera. A mí me son indiferentes; basta con que no me molesten; los confundo unos con otros, apenas los veo. Hay sin embargo algo llamativo: la poca, solidaridad que reina entre ellos, si se los compara con nosotros, la indiferencia y hasta la hostilidad con que se tratan, al extremo de que sólo los más burdos intereses parecen unirlos; y aun estos intereses originan a menudo odios y peleas. ¡Nosotros, los perros, en cambio!… Puede decirse que todos,” vivimos agrupados, por más que nos diferencien los caracteres adquiridos a través del tiempo. ¡Todos agrupados! Ese es el impulso y nada puede refrenarlo; todas nuestras leyes e instituciones, las pocas que todavía conozco y las innumerables que he olvidado, tienden a satisfacer el anhelo hacia la suprema dicha de que somos capaces: la cálida convivencia. Y ¡ahora la otra cara del asunto: entiendo que ningún ser vive,! tan ampliamente diseminado como el perro; en ninguno se manifiestan tantas diferencias en realidad inabarcables, por razón de clase, tipo, ocupación; nosotros que deseamos permanecer unidos -y siempre y a pesar de todo lo logramos en momentos extraordinarios—, precisamente nosotros, vivimos separados desempeñando oficios extraños, desconocidos hasta para los congéneres más inmediatos, sujetos a prescripciones que no son las de la perrada, que más bien están orientadas contra ella. Estas son cuestiones tan complejas, cuestiones que, por lo general, se prefiere eludir —comprendo también este punto de vista, hasta lo comprendo mejor que el mío—y a las que sin embargo me he entregado por completo. ¿Por qué no hago como Tos demás, por qué no vivo en armonía con mi pueblo, sin dar importancia a lo que turba precisamente esta armonía, considerándolo como un simple fallo dentro del gran conjunto; por qué no me oriento hacia lo que nos une en felicidad, no a lo que naturalmente —siempre también en forma irresistible—nos arranca del círculo de nuestro pueblo?

Recuerdo un suceso de mis primeros años. Experimentaba la feliz e inexplicable excitación que sin duda todos experimentamos en la niñez; era un perro muy joven; todo me gustaba, todo se refería a mí; creía que grandes cosas sucedían a mi alrededor porque yo era su motor, y que debía conferirles mi voz, cosas que permanecerían miserablemente en tierra si yo no me afanaba y corría y agitaba mi cuerpo por ellas; en suma, fantasías de la niñez que desaparecen con los años. Pero en aquella época eran poderosas, me subyugaban y, efectivamente, sucedió algo extraordinario que parecía justificar mis caóticas esperanzas. En sí no era nada muy extraordinario —más tarde he visto cosas semejantes y más extrañas aún—, pero me afectó con la fuerza de la primera impresión, imborrable y orientadora. Tropecé con un pequeño grupo de perros, mejor dicho, no tropecé con él, porque vinieron a mi encuentro. Yo había caminado largamente en la oscuridad, con el presentimiento de grandes sucesos —presentimiento que, por constante, me inducía fácilmente a error—, había caminado mucho sin rumbo, ciego y sordo a todo, impulsado sólo por mi deseo impreciso; me detuve con la repentina sensación de haber llegado a buen lugar; levanté la vista y vi que era de día, un día muy luminoso, con algo de bruma, lleno de entreverados y mareantes oleajes de perfumes; saludé la mañana con turbulentas voces y, entonces, corno si los hubiese conjurado, siete perros surgieron de la oscuridad y se presentaron a la luz, con un ruido espantoso, como no había oído jamás. Si no hubiese visto con claridad que se trataba de perros y que ellos portaban el ruido, aunque no podía precisar cómo lo hacían, hubiera huido. Me quedé, pues. Entonces no sabía casi nada del don creativo musical conferido exclusivamente a los perros; había escapado a mi poder de observación que se hallaba en lento desarrollo; tal vez porque la música me rodeaba desde la lactancia como elemento vital cotidiano, indispensable, que nada me obligaba a diferenciar de la vida misma; sólo con indicaciones adaptadas a la mentalidad infantil se había tratado de señalármela; tanto más sorprendentes, casi abrumadores, me resultaron aquellos grandes artistas. No hablaban ni cantaban, más bien callaban obstinadamente; pero como por arte de magia, extraían su música del espacio vacío. Todo era música, las subidas y bajadas de las patas, determinados giros de las cabezas, el andar y el reposo, sus posiciones respectivas, los pasos como de contradanza originados cuando, por ejemplo, cada cual afirmaba las patas delanteras en el lomo del precedente de manera que el primero sostenía, erguido, el peso de los demás, o cuando formaban entrelazadas figuras que se arrastraban, cerca del suelo, sin equivocarse jamás. El último de ellos, todavía un poco inseguro, no encontrando de inmediato la conexión con los otros y en cierto modo vacilante al iniciarse la melodía, lo era sólo comparado con la magnífica seguridad de los otros; y aunque lo fuese por completo, no habría podido echar a perder nada porque los otros, grandes maestros, mantenían inconmoviblemente el compás. ¡Pero si apenas se les veía! Se habían adelantado, se los había saludado ya con anterioridad como a perros a pesar de la confusión creada por el estruendo que los acompañaba; sí, eran perros, perros como tú y yo, uno quería acercárseles, intercambiar saludos, estaban muy próximos, eran perros ciertamente mucho más viejos que yo y no de mi especie lanuda, pero tampoco muy distintos en tamaño y aspecto; al contrario, resultaban muy familiares; yo conocía a muchos de esa especie o de otra parecida, pero mientras estaba entretenido en tales reflexiones, la música comenzaba a predominar; lo cogía materialmente a uno, lo apartaba de estos pequeños perros reales, y a pesar de resistirse con todas las fuerzas, aullando como si le causaran daño, no podía ya ocuparse de otra cosa que de la música procedente de todas partes, de arriba, de abajo, arrastrando al oyente, sepultándolo y aplastándolo; que al aniquilarlo a uno estaba tan próxima que de inmediato parecía lejanísima, soplando trompetas apenas audibles. Y de nuevo uno era despedido porque ya estaba demasiado agotado, aniquilado, demasiado débil para seguir escuchando; era despedido y veía a los siete perritos realizar sus evoluciones, ejecutar sus saltos; uno quería, a pesar de su aspecto inaccesible, llamarlos, preguntarles, averiguar qué hacían allí —yo era una criatura y me creía autorizado a preguntar a todo el mundo—pero apenas comenzaba, apenas sentía el fluido de la buena y cálida comunicación con los siete, cuando la música había vuelto, me quitaba el sentido, me hacía girar en círculos, como si yo mismo fuera uno de los músicos, cuando sólo era una de sus víctimas, y me arrojaba de un lado para otro, por más que implorara clemencia. Por fin me salvó su violencia misma, apretándome en una pila de maderas que hasta entonces no había advertido. Al abrazarme con firmeza y bajar la cabeza me daba al menos la posibilidad de resollar, aunque en el exterior siguiera tronando la música. Verdaderamente, más que el arte de los siete perros —incomprensible para mí, porque sobrepasaba en mucho mis facultades de aprehensión—me maravillaba su valor de exponerse por entero y abiertamente al resultado de su propio arte y de soportarlo, aunque iba más allá de sus fuerzas, sin que se les quebrara el espinazo. Por cierto que yo comprobaba ahora desde mi escondrijo, mirando mejor, que no trabajaban con tanta calma, sino más bien con extremo esfuerzo; estas patas movidas en apariencia con tal seguridad, temblaban a cada paso en interminables palpitaciones ; rígidos, como desesperados, se miraban unos a otros, y la lengua, una y otra vez dominada, tornaba también una. y otra vez a colgar mustia. Y no podía ser que los excitara así el temor al fracaso; los que tanto arriesgaban, los que lograban tanto, no podían ya tener miedo. ¿Miedo a qué? ¿Quién los obligaba a realizar lo que allí estaban haciendo? Y ya no pude contenerme, sobre todo porque ahora me parecían necesitados de ayuda, y grité mis preguntas a través del ruido, alta e imperiosamente. Pero ellos – ¡incomprensible! ¡incomprensible! —no contestaron, actuaron como si yo no existiera. ¡Perros que ni siquiera contestan a una llamada de perro, un atentado imperdonable a las buenas costumbres inconcebible en ninguna circunstancia, ni en el más grande ni en el más pequeños de los perros! ¿Y si no fueran perros? Pero cómo podían no ser perros si ahora oía, al escuchar mejor, las suaves voces con que se azuzaban unos a otros, se hacían notar ciertas dificultades, se advertían ciertos errores, hasta veía al último perro, al más pequeño, al que estaban destinadas la mayoría de las voces, entrecerrar los ojos hacia mí con frecuencia, como si tuviese ganas de contestarme, pero dominándose porque no debía ser. ¿Pero por qué no debía ser, por qué lo que nuestras leyes exigen siempre incondicionalmente no podía ser en este caso? Me sentía indignado casi hasta olvidar la música. Estos perros violaban la ley. Aunque fueran grandes magos la ley era válida también para ellos, eso lo comprendía yo muy bien aunque fuera una criatura. Y noté aún más. En realidad tenían motivo para callar, en el supuesto de que callaran por sentimiento de culpa. Porque, ¿cómo se conducían? La música me había impedido notarlo; los muy desdichados, arrojando de sí toda vergüenza, hacían lo más ridículo y lo más indecente: caminaban erguidos sobre las patas traseras. ¡Horror! Se desnudaban y llevaban procazmente a la vista su desnudez; se gozaban en ello y si alguna vez obedecían al sano instinto y bajaban las manos parecían asustarse, como si fuera un error, como si la naturaleza fuese un error, y volvían a levantarse en seguida, sus miradas parecían pedir disculpas por haber interrumpido de momento sus prácticas pecaminosas. ¿Estaba el mundo al revés? ¿Dónde me hallaba? ¿Qué había pasado? Aquí ya no pude vacilar, la existencia misma estaba en juego; me solté de las maderas que me aprisionaban y me adelanté de un salto, quería llegar hasta los perros; de pequeño discípulo debía convertirme en maestro, hacerles comprender lo que hacían, evitar que cayeran en ulteriores pecados. “Unos perros tan viejos, unos perros tan viejos”, me repetía. Pero apenas estuve en libertad —sólo dos, tres saltos me separaban de ellos—el ruido volvió a adueñarse de mí. Tal vez, como ahora ya lo conocía, aunque era espantoso, le habría podido oponer resistencia; luchar contra él, si a través de toda la plenitud sonora no se hubiese mantenido un sonido claro, severo, siempre igual a sí mismo, como si llegase invariablemente de gran distancia y pareciera constituir la verdadera melodía en medio del ruido. Me obligó a caer de rodillas. ¡Qué embaucadora era la música de estos perros! No lograba avanzar, ya no quería educarlos; que siguieran despatarrándose, que siguieran cometiendo pecados e induciendo a otros al silencioso pecado de contemplar; yo era un perro demasiado pequeño; ¿cómo se podía esperar de mí acción tan ardua? Me acurruqué aún más, gimoteando, y si los perros me hubiesen preguntado mi opinión tal vez les hubiese dado la razón. Afortunadamente, no tardaron en irse; con todo su ruido y toda su luz desaparecieron en la oscuridad por donde habían salido.

Como ya he dicho, en este suceso no había nada de extraordinario; en el transcurso de una larga vida se ven muchas cosas que, aisladamente y miradas con ojos infantiles, serían aún más extraordinarias. Además, el caso podía presentarse en otra forma, como todo. Porque, se podía argüir, en definitiva, que los siete músicos se habían reunido para hacer música en el silencio matutino; un perrillo se había extraviado hasta llegar a ellos, un oyente molesto, al que en vano habían intentado ahuyentar con música terrible o sublime. Los importunaba con preguntas, ¿debían ellos, ya fastidiados por su simple presencia, agravar la molestia y agrandarla contestando? Y si bien la ley ordena contestar a todo el mundo, ¿era en realidad alguien ese perrito insignificante llegado de cualquier parte? Acaso ni siquiera lo comprendían, pues ladraba sus preguntas en forma casi ininteligible. O tal vez lo comprendían y, sobreponiéndose, le contestaba, pero él, el pequeño, inhabituado a la música, no sabía separar-ésta del ruido. Y en lo que se refiere a las patas traseras, es probable, sí, que caminaran excepcionalmente sobre ellas; es un pecado, sí, pero estaban solos, eran amigos entre amigos, en una reunión íntima, en cierto modo entre cuatro paredes y completamente solos, ya que los amigos no son público, ni tampoco lo es un pequeño y curioso perro callejero. En resumen: ¿no era como si no hubiese sucedido nada? No es así del todo, pero sí en aproximación. Los padres debieran cuidar más a sus hijos y enseñarles mejor a callar y a respetar las canas.

Y si uno llega a este punto, el caso está terminado. Ciertamente, lo que está terminado para los mayores, no lo está para los pequeños. Corrí y conté y pregunté; acusé y averigüé, quería arrastrar a todos hasta el lugar del suceso, quería mostrar a todos dónde estaba yo y dónde los siete, y cómo y dónde habían bailado y ejecutado su música, y si alguien, en vez de rechazarme y reírse de mí, hubiese venido conmigo, entonces tal vez hubiese sacrificado mi pureza y habría intentado elevarme sobre las patas traseras, para dejarlo todo bien en claro. En fin, todo lo que hace una criatura está mal, pero afortunadamente también se le perdona todo. Yo, sin embargo, maduré sin perder esta cualidad infantil. Así como en aquel entonces no terminaba de comentar el suceso en alta voz —suceso que desde luego hoy me parece poco importante—y de dividirlo en partes, y de apreciarlo a la luz del criterio de los presentes, importunándolos sin consideración, ocupado tan sólo con mi asunto, que yo encontraba tan molesto como todos los demás y precisamente por eso —ahí estaba la diferencia—digno de ser aclarado a fondo, para poder por fin recuperar la libertad y ocuparme de la vida cotidiana, ordinaria, tranquila y feliz; así como entonces, exactamente —aunque con medios menos pueriles, si bien la diferencia no es muy grande—seguí trabajando después y sigo todavía hoy, sin detenerme.

Todo comenzó con aquel concierto. No me quejo; es innato en mí, y si el concierto no hubiese ocurrido, mi naturaleza habría buscado otra oportunidad para manifestarse. Sólo que algunas veces me apena que sucediera tan pronto; me privó de gran parte de mi niñez; la feliz existencia de los cachorros, que algunos son capaces de prolongar durante años, fue para mí de sólo pocos meses. Ya pasó. Hay cosas más importantes que la infancia. Y tal vez me espera en la vejez, como premio por tan dura existencia, más dicha infantil que la que podría soportar un niño verdadero, pero que yo tendré fuerzas para soportar.

Comencé entonces con mis investigaciones sobre las cuestiones más sencillas; no me faltaba material; lamentablemente, fue la superabundancia de éste la causa de mi desesperación en horas oscuras. Comencé a averiguar de qué se alimentaba la perrada. Esta no es, si bien se mira, pregunta fácil de contestar; nos ocupa desde los primeros tiempos; es el principal objeto de nuestras meditaciones; las observaciones, experimentos y puntos de vista fueron innumerables en este terreno; se convirtieron en una ciencia que por su enorme amplitud excede lo abarcable por un individuo, y también por todos los sabios; que únicamente puede ser soportada por toda la perrada, y esto sólo en parte y no sin suspiros, ello sin hablar de las dificultades y de las condiciones previas casi imposibles de cumplir, que exigen mis investigaciones. No es necesario que todo eso se me señale, lo sé tanto como cualquier perro; no pienso propasarme con la verdadera ciencia, le guardo el respeto que merece; pero para aumentarlo me falta saber, constancia, calma y —no en último término y especialmente durante los últimos años—también el apetito. Trago la comida sin demorarme en disquisiciones económicas. Me basta en este aspecto la quintaesencia del saber, la pequeña regla, con la cual las madres destetan a los pequeños y los dejan partir .hacia la vida: “Riega todo lo que puedas.” ¿Es que esto no lo dice casi todo? ¿Ha podido la investigación agregar a ello algo esencial, comenzando desde los tiempos de nuestros más remotos antepasados? Pormenores, nada más que pormenores. Y todos inseguros. En cambio, esta regla permanecerá inconmovible mientras haya perros. Se refiere a nuestro principal alimento. Desde luego, todavía hay medios accesorios, pero en caso de necesidad y si los años no fueran demasiado malos, podríamos vivir de este alimento principal, que encontramos en la tierra; la tierra necesita de esa agua nuestra y sólo a este precio nos suministra alimento, cuya producción, esto tampoco hay que olvidarlo, puede desde luego acelerarse con determinados dichos, cantos y movimientos. A mi juicio, esto sería todo: nada fundamental puede agregarse al respecto. Estoy de acuerdo con la gran mayoría de la perrada y doy la espalda, firme y severamente, a las opiniones heréticas sobre la materia. No, no trato de distinguirme, ni de tener razón; me siento feliz cuando puedo coincidir con mis conciudadanos, y ello sucede en este caso. Pero mis propios trabajos se orientan en otra dirección. La simple observación me enseña que la tierra, si se la rocía y trabaja según las normas científicas, entrega alimentos de tal calidad y en tales cantidades, de tal manera, en tales lugares y a tales horas, según las leyes parcial o totalmente establecidas por la ciencia. Eso lo doy por sentado, pero mi pregunta es: “¿De dónde saca la tierra estos alimentos?” Pregunta que en general se simula no comprender o a la que se contesta en el mejor de los casos: “Si no tienes bastante de comer, te daremos de lo nuestro.” Obsérvese esta contestación. Ya sé, no cuenta entre las ventajas de la perrada distribuir los alimentos una vez logrados. La vida es dura, la tierra árida, la ciencia rica en comprobaciones, pero bastante pobre en resultados prácticos; el que tiene alimentos los conserva; eso no es egoísmo, sino todo lo contrario, ley de perros, unánime resolución popular, lograda después de sobreponerse precisamente al egoísmo, ya que los que poseen son los menos. Por eso aquella contestación de “si no tienes bastante para comer, te daremos de lo nuestro” es sólo una frase hecha, una broma, una burla. No lo he olvidado. Pero tanto mayor significado tiene el hecho de que tratándose de mí —que entonces rodaba por el mundo con estas preguntas—se dejara de lado la burla; si bien no se me daba alimento —¿de dónde se lo hubiera podido sacar?—y si por casualidad se tenía, en la urgencia del hambre se olvidaba cualquier otra consideración; les ofrecimientos eran siempre serios, y aquí y allá obtenía efectivamente alguna pequeñez si me apresuraba a atraparla. ¿Por qué fui objeto de un tratamiento especial? ¿Por qué se me respetó y se me prefirió? ¿Porque era un animal flaco, débil, mal alimentado y demasiado despreocupado de la comida? Andan por el mundo muchos perros mal alimentados y si se puede se les quita de la boca el más miserable aumentó, con frecuencia no por voracidad, sino casi siempre por principio. No; se me prefería; no podría quizás entrar en pormenores, pero tenía la exacta impresión de ello. ¿Divertirían mis preguntas acaso? ¿Se las encontraba especialmente juiciosas? No; mis preguntas no divertían y se las encontraba tontas. Y, con todo, sólo podían ser las preguntas las que habían atraído la atención sobre mí. Era como si se prefiriese hacer cualquier cosa, taparme la boca con comida, por ejemplo —no se lo hacía, pero se tenía la intención—, antes de tolerar mis preguntas. Pero se me hubiera podido ahuyentar, prohibirme las preguntas. No, no se quería eso; no se quería oír mis preguntas; pero precisamente no se me quería expulsar por ellas. Por más que se rieran de mí y me trataran como a un animal pequeño y tonto, por más que se me empujara de un lugar para otro, aquel fue el tiempo en que llegué a gozar de mayor prestigio; nunca se repitió en adelante nada semejante; tenía acceso a todas partes y, con el pretexto de tratarme rudamente, se me lisonjeaba. Y todo sólo por mis preguntas, por mi impaciencia, por mis ansias de investigación. ¿Se me quería embaucar sin violencia, apartarme casi amorosamente de un camino equivocado, de un camino cuya falsedad sin embargo no estaba por encima de cualquier duda, puesto que no autorizaba a emplear la fuerza?… También un cierto respeto y temor se oponían al empleo de la violencia. Ya sospechaba en aquel entonces algo semejante, hoy lo sé con certeza, con más certeza que aquellos que actuaron entonces; es cierto, se me quiso apartar hábilmente de mi camino. No lo lograron; el resultado fue inverso: mi vigilancia se agudizó. Hasta se evidenció después que era yo quien trataba de apartar a los demás de su propio camino, propósito en el que tuvo éxito hasta cierto punto. Sólo con ayuda de la perrada comencé a comprender mis propias interrogaciones. Cuando yo preguntaba, por ejemplo: “¿De dónde saca la tierra este alimento?”, ¿me interesaban entonces, como podría parecer, las preocupaciones de la tierra? En lo más mínimo; eso estaba, como pronto pude comprobar, lejos de mí; a mí me preocupaban sólo los perros, nada fuera de ellos. Porque, ¿qué hay fuera de los perros? ¿A quién recurrir fuera de ellos en el inmenso mundo vacío? Todo el saber, la totalidad de las preguntas y respuestas está contenida en los perros. ¡Si al menos este saber pudiera utilizarse, extraído a la luz del día; si al menos los perros no supieran tan infinitamente más de lo que reconocen saber, de lo que ante sí mismos admiten que saben! Pero el más locuaz de los perros es más hermético que los lugares donde se hallan los mejores alimentos. Se ronda a tal canino, se espumajea de avidez, se pelea con la propia cola, se pregunta, se ruega, se aúlla, se muerde y se logra… y se logra lo que se lograría también sin ningún esfuerzo: amabilidad, contactos amistosos, honrosos olisqueos, estrechos abrazos, tu aullido y el mío unidos en uno solo, todo converge hacia allí, una dicha, un olvidar y un encontrar, pero lo único que deseaba alcanzar: la confesión del propio saber, eso se niega. A este ruego, silencioso o en alta voz, contestan en el mejor de los casos, cuando la insistencia se ha llevado al extremo, con aires obtusos, miradas oblicuas, ojos velados, turbios. Más o menos lo mismo que lo que sucedió cuando de niño clamé a los perros músicos y no me contestaron.

Se podría decir: “Te quejas de tus semejantes, de su silencio sobre las cosas decisivas; sostienes que saben más de lo que admiten saber más de lo que hacen valer en la vida; y esta reserva, cuyo motivo y secreto naturalmente también callan, te envenena la existencia, te la torna imposible, te impulsa a cambiarla o a abandonarla; pero si como es cierto eres también un perro, con saber de perro, entonces manifiéstalo no solamente en forma de pregunta, sino como respuesta. Porque, si lo expresaras, ¿quién se te resistiría? El gran coro de la perrada se levantaría como si hubiese esperado tu señal. Entonces tendrías tanta verdad y claridad y tantas confesiones como pudieras desear. El techo de esta vida ruin, que tanto criticas, se abriría, y todos, perro junto a perro, ascenderíamos hacia una libertad superior. Y aunque esto último no sucediera, si fuera peor que hasta ahora, si la verdad total fuese menos soportable que la parcial, si llegara a confirmarse que los silenciosos están en su derecho como protectores de la vida, y si la ligera esperanza que ahora todavía poseemos se trocara en desesperación total, el ensayo merece igualmente la pena puesto que no quieres vivir como te dejan vivir. Entonces: ¿por qué reprochas a los otros su mutismo cuando tú también callas?” Fácil respuesta: soy un perro. En lo esencial tan hermético como ellos, resistiéndome también a las mismas preguntas, rígido de miedo. ¿Pregunto acaso —al menos desde que soy adulto—para que se me conteste? No alimento tan absurdas esperanzas. Veo los fundamentos de nuestra vida, presiento su hondura, veo a los obreros en la construcción, en su obra oscura, ¿he de esperar que gracias a mis preguntas todo se acabe, sea destruido, abandonado? No; ya no espero eso, desde luego. Los comprendo, soy sangre de su sangre, de su pobre sangre, siempre renovadamente joven y siempre renovadamente ansiosa. Pero no sólo tenemos en común la sangre, sino también el saber, y no tan sólo el saber, sino también las llaves para lograrlo. No lo poseo sin intervención de los demás, no puedo tenerlo sin ayuda. Los huesos duros, los de más noble tuétano, sólo son accesibles a las dentelladas conjuntas de todos los perros. Esta es desde luego sólo una analogía muy exagerada; si todos los dientes estuvieran preparados ya no necesitarían morder, el hueso se abriría y su tuétano estaría al alcance del cachorro más débil. Si me mantengo dentro de este símil debo decir que mis preguntas, mis investigaciones, tienden a algo mayor. Quiero lograr esta asamblea de todos los perros, quiero hacer que por la amenaza de todos los dientes se abra el hueso; quiero luego despedirlos para que vivan su vida, que les es cara, y quiero después, solo, absolutamente solo, chupar el tuétano. Esto suena a monstruosidad, casi es como si no quisiera vivir del tuétano de un hueso, sino del tuétano de la perrada misma. Pero es sólo un ejemplo. El tuétano de que se habla aquí no es alimento, es lo contrario: es veneno.

Me azuzo con preguntas sólo a mí mismo; quiero encender, en el silencio que me rodea, la única réplica. ¿Durante cuánto tiempo lo soportarás? Esta es la pregunta vital, más allá de todas las demás. Me la dirijo a mí mismo; no molesta a los demás. Lamentablemente, es fácil de contestar: soportaré hasta que me llegue el final; a las preguntas inquietas se opone cada vez más la calma de la vejez. Estoy seguro que moriré en silencio, rodeado de silencio, casi en paz, pero estoy prevenido. Como para escarnio se nos ha dotado de un corazón admirable y de pulmones que no se desgastan prematuramente; resistimos a todas las preguntas, hasta las propias: somos verdaderos baluartes del silencio.

En los últimos tiempos reflexiono con mayor frecuencia sobre mi vida, busco el error decisivo que fue culpable de todo, pero no lo encuentro. Y sin embargo, debo de haberlo cometido, pues, si a pesar de no existir, el trabajo probo de toda mi vida no me hubiese permitido alcanzar la meta, ello demostraría que lo que me proponía era imposible, y habría que caer en la absoluta falta de fe, en la desesperanza. ¡La obra de una vida! Primero las investigaciones relativas a la pregunta: ¿De dónde toma la tierra nuestro alimento? Perro joven, ávido de vida, renuncié a todos los goces, evité toda diversión, sepulté la cabeza entre las patas ante las tentaciones y me puse a trabajar. No era un trabajo científico, ni por preparación ni por método, ni por finalidad perseguida. Tal vez haya habido en esto un error, pero no pudo ser decisivo. Aprendí poco; era muy joven cuando me vi separado de mi madre; me acostumbré muy pronto a la independencia; y la vida libre y la independencia precoz son poco propicias al aprendizaje sistemático. Pero he visto y oído mucho, y hablé con perros de las más diversas especies y oficios, y no asimilé mal ni relacioné mal las observaciones, lo que reemplazó un tanto el aprendizaje sistemático; además, aunque la independencia es un inconveniente para el estudio ordenado, se torna una ventaja para la investigación personal. Era tanto más necesaria en mi caso, cuanto que no podía seguir los métodos propios de la ciencia, es decir, utilizar los trabajos de los precursores y relacionarme con los investigadores de mi época. Entregado a mi propio esfuerzo, comencé desde el principio con el convencimiento, muy agradable para la juventud, pero abrumador para la vejez, de que el punto final que habría de colocar sería también el definitivo. ¿Pero estuve en realidad tan aislado en mis investigaciones? Sí y no. No es imposible que haya habido siempre, también hoy, algunos perros aislados en mi propia situación. Lo que no es tan grave; no me desvío ni el grosor de un pelo de la costumbre colectiva. Todos los perros sienten como yo el impulso de preguntar y yo, como ellos, el de callar. En cada uno existe el impulso de la pregunta. Si no fuera así. las mías no habrían provocado la menor conmoción, conmociones-que me llenaban de dicha, dicha exagerada, además. Y en cuanto a mi tendencia a callar, lamentablemente no necesita demostración especial. Luego, en el fondo, no soy distinto de los demás; a pesar de todas las discrepancias ellos me reconocerán y yo procederé como ellos. Tan sólo la dosificación de los componentes es distinta, diferencia que personalmente puede ser muy importante, pero que desde el punto de vista colectivo es mínima. ¿Y será posible que nunca, en el pasado y en el presente, la dosificación haya sido parecida a la mía, y si esta mezcla se llama desgraciada, que no haya habido otra más desgraciada aún? La experiencia parece indicar lo contrario. Los perros desempeñamos los oficios más extraordinarios, que nadie lo creería posible si no tuviésemos acerca de ellos noticias fidedignas. Cuando oí hablar de ellos por primera vez, no quise creer lo que se me decía. ¿Cómo? ¿Que había un perro de raza muy pequeña, no más grande que mi cabeza, ni aun en la edad adulta, y que a pesar de su débil constitución y de su apariencia artificiosa, poco madura, relamida, y a pesar de ser incapaz de dar un salto decente, pudiera como se decía, desplazarse en el aire sin ningún trabajo aparente, descansando? Pretender convencerme de tales-cosas me parecía un abuso a mi ingenuidad de cachorro. Pero poco después, en otro lugar, me volvieron a hablar de los perros voladores. ¿Se habían confabulado para burlarse de mí? Sin embargo, cuando vi a los perros músicos, ya todo me pareció posible; ningún prejuicio se oponía a mi capacidad de asimilación, he seguido el rastro de los rumores más descabellados, y lo más disparatado en esta vida insensata llegó a parecerme más verosímil que lo razonable, V más provechoso en mis investigaciones. Así sucedió también con los perros voladores. Averigüé mucho de ellos; y aunque hasta hoy no he conseguido verlos, estoy firmemente convencido de su existencia: en mi imagen del mundo ocupan un lugar importante. Como en la mayoría de los casos, tampoco en éste me desconcierta su arte. Es realmente admirable, ¡quién podría negarlo!, que puedan suspenderse en el aire, y me adhiero a la admiración de la perrada. Pero mucho más admirable es, a mi modo de ver, la insensatez, la callada insensatez de sus existencias. Flotan en el aire y basta, la vida sigue su curso, aquí y allá se habla de arte y de artistas, eso es todo. ¿Pero por qué, pregunto a la perrada, por qué flotan los perros? ¿Qué sentido tiene su oficio? ¿Por qué es imposible obtener de ellos una palabra explicativa? ¿Por qué flotan allá arriba, dejando que se les atrofien las patas, el orgullo del perro, y por qué, lejos de la tierra que alimenta, cosechan sin sembrar y, según referencias, se hacen mantener opíparamente a costa de la perrada? Debo felicitarme por haber provocado con mis preguntas cierta agitación en lo que a esto se refiere. Se comienza a fundar, a improvisar una especie de fundamento y por cierto-que no se irá más allá del comienzo. Pero ya es algo. Si bien no se alcanza la verdad —nunca se llegará a ella—por lo menos se descubre parte de la confusión y de la mentira. Porque hasta lo más descabellado de nuestra vida, y especialmente esto, puede tener fundamento. No de modo completo —es una gracia del diablo—pero de todas maneras en grado suficiente como para preservarse de preguntas molestas. Y volviendo al ejemplo de los perros voladores, no son arrogantes, como se podría suponer de entrada; dependen mucho de sus semejantes, lo que es fácil de comprender si uno trata de colocarse en su caso. Están obligados, ya que no pueden hacerlo abiertamente —lo que implicaría infringir el deber de callar—, a conseguir que se les perdone de alguna manera, su género de vida o, al menos, a desviar la atención, a lograr su olvido, y tratan de conseguirlo, según se me informa, mediante un parloteo casi insoportable. Siempre tienen algo que contar, sea de sus meditaciones filosóficas, en las que pueden ocupar su tiempo puesto que han renunciado a todo esfuerzo corporal, sea acerca de lo que ven desde su altura. Y aunque no se caracterizan por su talento, lo que, habida cuenta de su vida ociosa, es perfectamente comprensible, y aunque su filosofía sea tan inútil como sus observaciones e igualmente inútiles para la ciencia, que no puede supeditarse a fuentes tan despreciables, si a pesar de ello uno pregunta qué es lo que quieren en definitiva los perros voladores, se nos dirá una y otra vez que contribuyen poderosamente a la ciencia. “Ciertamente —observa uno entonces—, pero son contribuciones completamente carentes de valor y molestas.” Las réplicas siguientes consistirán en encogimiento de hombros, rodeos, disgustos o risas, y luego de un rato, si uno vuelve a preguntar, de nuevo se entra de que son útiles a la ciencia y por fin, cuando a su vez le preguntan a uno, a poco que se distraiga, contesta lo mismo. Y tal vez sea mejor no ser demasiado terco y resignarse, no digo a justificar el derecho a la vida de los perros voladores, pero sí por lo menos a tolerarlos. Más no debiera pedirse; sería excesivo y sin embargo se pide. Cada vez son más los perros voladores que se encaraman en el espacio, y para todos se pide tolerancia. No se sabe con seguridad de dónde provienen. ¿Se reproducen? ¿Les quedan fuerzas para ello? Puesto que no son más que una hermosa piel, ¿qué había de reproducirse? Y aunque lo inverosímil fuera posible, ¿cuánto tiene lugar el acto de la reproducción? Siempre se los ve solitarios allá arriba, pagados de sí mismos, y si alguna vez se rebajan a caminar, sucede sólo durante instales, dan unos pocos pasos temerosos, rigurosamente a solas, abismados en supuestos pensamientos, de los que no pueden libertarse ni aun a costa de mayores esfuerzos; por lo menos así se afirma. Pero si no se reproducen, hay que suponer que hay perros que renuncian voluntariamente a la vida en el llano, que se convierten en perros voladores, y que al precio de la comodidad y de cierta habilidad, eligen esa estéril existencia de almohadón. Esto no es admisible; ni la hipótesis de la reproducción ni la de la libre elección son admisibles. Y sin embargo, la realidad demuestra que siempre hay nuevos perros voladores, por tanto hay que deducir que, aunque los inconvenientes parezcan insuperables a la luz de nuestro entendimiento, dada una especie de perros, por más extraña que sea, no se extinguirá tan fácilmente, ya que siempre habrá en ella algo que resistirá con éxito.

Si esto es válido para una especie tan insensata, extraña y hasta no viable como la de los perros voladores, ¿no habría de serlo también para la mía? Sobre todo, teniendo en cuenta que mi aspecto no es tan singular, que soy perro de clase media, muy abundante en esta región, que no me destaco en nada, que no soy especialmente despreciable y que en mi juventud y aun en mi edad adulta, antes de abandonarme, fui bastante bien parecido. Se me elogiaba el pecho, las patas esbeltas, el porte de la cabeza, pero también mi pelaje grisá-ceo-amarillento, de puntas rizadas, tenía gran aceptación; todo esto no es extraño, extraña es solamente mi manera de ser y aun ésta —lo que no debo olvidar nunca—está arraigada en lo profundo en la naturaleza de la perrada. Si el perro volador mismo no permanece absolutamente solo, si siempre aparece alguno nuevo en el gran mundo de la perrada, si siempre se procuran descendencia, entonces puedo aún confiar en que tampoco yo estoy definitivamente perdido. Como es natural mis congéneres han de tener un destino especial, pero el simple hecho de existir no me beneficia de forma visible: no los reconocería. Somos los oprimidos del silencio, queremos destruirlo, padecemos hambre de aire, mientras que a los demás parece agradarles; “parece” solamente, como lo prueba el caso de los perros músicos, en apariencia entregados tranquilamente a su arte, pero en realidad muy excitados. De todos modos esta apariencia tiene gran poder, uno trata de comprenderla, pero ella burla todo intento. ¿Cómo se las arreglan mis congéneres? ¿Cómo son sus intentos de vivir? Ha de existir en esto mucha diversidad! Yo ensayé con preguntas en mi juventud. Luego, tal vez, podría adherirme a los que preguntan mucho, ellos serían mis congéneres. En realidad, lo intenté durante un tiempo violentándome, porque ante todo me interesan los que debieran responder; los que interrumpen con preguntas que casi nunca puedo contestar me son desagradables, y después: ¿a quién no le gusta preguntar mientras es joven? ¿Cómo habría de seleccionar entre las múltiples preguntas las verdaderas? Todas las preguntas suenan igual, lo importante es la intención y ésta generalmente está oculta, aun para el que las formula. Además, preguntar es propio de la perrada, todo el mundo hace preguntas, éstas se entrecruzan; hasta parece que hubiera el propósito de borrar el rastro de las preguntas verdaderas. No; mis iguales no se hallan entre los preguntones jóvenes y tampoco entre los taciturnos, los viejos, a los que ahora pertenezco. Por lo demás, ¿qué se logra con preguntas?; yo he fracasado con ellas; tal vez mis compañeros sean más inteligentes que yo y empleen medios más efectivos para soportar la existencia, medios que —así me parece— tal vez los ayuden en su angustia, los calmen, los adormezcan, modifiquen su índole, pero que en el fondo sean tan impotentes como los míos, puesto que por más que mire en derredor no veo resultados. ¿Y dónde están estos congéneres? Sí, esta es la tortura, ésta. ¿Dónde están? En todos lados y en ninguno. Tal vez lo sea mi vecino, que está solo a tres saltos de mí; intercambiamos algún grito, él cruza para verme, pero yo no a él. ¿Es mi congénere? Es posible, pero nada hay más improbable. Cuando está lejos puedo, por ejemplo, con gran esfuerzo de imaginación, ver en él muchos rasgos que me son propios, pero cuando está presente mis apreciaciones caen en el ridículo.

Un perro viejo, aún más pequeño que yo a pesar de mi talla escasamente mediana, castaño, de pelo corto, cabeza cansada, abatida, de paso deslizante, que además arrástrala pata izquierda posterior a consecuencia de una enfermedad. Hace mucho que no me doy con nadie como no sea con él; estoy contento de soportarlo mal que bien, y al irse le grito las cosas más amables, ciertamente, no por afecto, sino irritado conmigo mismo, pues cuando lo sigo encuentro en extremo repelente su andar reptante, su pie arrastrado y el cuarto trasero demasiado bajo. A veces, cuando mentalmente lo considero compañero mío, es como si quisiera ridiculizarme a mí mismo. Por otra parte, al hablar no demuestra nada que pueda parecerse al compañerismo; es inteligente, sí, y, para nuestro medio, bastante culto; se podría aprender mucho de él. Pero ¿busco la inteligencia y la instrucción? Generalmente hablamos de cuestiones comunales y yo, más perspicaz en este aspecto a causa de mi aislamiento, suelo asombrarme de la riqueza de espíritu que necesita un perro común, aun en circunstancias no excesivamente desfavorables, par ir por la vida y protegerse de los peligros corrientes. Es la ciencia de las reglas, pero no resulta fácil comprenderla ni aun en sus planteamientos más elementales, y sólo una vez comprendida viene la verdadera dificultad: aplicarla a las circunstancias ordinarias. En esto casi nadie puede ayudar; cada hora y cada lugar de la tierra crea nuevos problemas. Nadie puede afirmar que está instalado en algún punto de manera definitiva y que su vida transcurrirá como por sí sola; ni siquiera yo, con mis necesidades decrecientes cada día que pasa. Y todo este esfuerzo infinito, ¿para qué? Sólo para sepultarse cada vez más en el mutismo, para no poder ser sacado de él ya nunca y por nadie.

Se suele elogiar el progreso de la perrada a través de los tiempos, con lo que, entiendo, se quiere elogiar el progreso de la ciencia. Ciertamente, la ciencia progresa en forma incontenible, hasta aceleradamente, cada vez con mayor velocidad, pero ¿qué hay de glorioso en ello? Es como si se quisiera elogiar a alguien porque a medida que transcurren los años envejece acercándose por tanto a la muerte con velocidad creciente. Es un proceso natural y hasta desagradable, en el que no encuentro nada que celebrar. Veo sólo desintegración, con lo cual no quiero dar a entender que las generaciones fueron mejores; sólo fueron más jóvenes, esa era su gran ventaja, su memoria no estaba tan abarrotada como la de hoy, era más fácil lograr que hablaran, y aunque nadie lo haya conseguido, las posibilidades eran mayores; precisamente, esta mayor posibilidad es lo que nos enardece al escuchar aquellas viejas historias, bastante ingenuas por lo demás. De vez en cuando una palabra parece revelar un indicio, nos hace saltar, no sentimos el peso de los siglos. Así es; por más que critique mi tiempo, las antiguas generaciones no fueron mejores que las más recientes y hasta en cierto sentido fueron peores y más débiles. Tampoco entonces los milagros andaban por las calles para que cualquiera pudiese echarles el lazo, pero los perros no eran aún, no puedo expresarlo en otra forma, tan perrunos como hoy; la estructura de la perrada era más burda, la exacta palabra todavía habría podido actuar, decidirla obra, alterarla, cambiarla voluntariamente en forma diametral, y aquella palabra existía, o por lo menos se la sentía próxima, flotaba sobre la punta de la lengua y cualquiera hubiese podido averiguarla. ¿Adonde ha ido a parar hoy? Introduciendo las manos en las entrañas, no se la encontraría. Quizá nuestra generación esté perdida, pero es más inocente que aquéllas. Comprendo las vacilaciones de la mía. Ya ni siquiera se trata de vacilar, es apenas olvidar el sueño que hace mil noches se ha soñado, para mil veces olvidarlo. ¿Quién nos echará en cara precisamente este milésimo olvido? Y hasta creo comprender las vacilaciones de los antepasados; probablemente nosotros no hubiésemos actuado distinto; casi quisiera decir: dichosos de nosotros por no tener que cargar con la culpa; por poder correr hacia la muerte envueltos en un silencio casi inocente, en un mundo ya oscurecido por otros. Quizá cuando se extraviaron ni se dieron cuenta de que” se trataba de un extravío definitivo; seguían viendo la encrucijada, les era fácil regresar, y si se retrasaban era sólo porque querían gozar durante un tiempo de la vida perruna, que en realidad no era en verdad una vida perruna, pero con todo embriagadoramente agradable, por lo que siempre convenía demorarse un poco, aunque ya fuera unos instantes y seguir errando. No sabían lo que .nosotros, analizando el decurso de la historia, podemos deducir: el alma evoluciona más de prisa que la vida perruna, ya debían de tener el alma perrunizada desde antiguo, y no se hallaban tan cerca del punto de partida como les parecía o quería hacerles creer su vista, ya regodeada en pleno libertinaje perruno. ¿Quién puede hablar hoy todavía de juventud? Fueron en realidad perros jóvenes, pero por des- 1 gracia su único orgullo se cifraba en llegar a ser perros viejos, de modo que, es cierto, no podían fracasar, como lo demostraron todas las generaciones siguientes y la nuestra mejor que ninguna.

No, no hablo con mi vecino de estas cosas, pero a menudo debo pensar en ellas cuando estoy sentado frente a él, típico perro viejo, o cuando hundo el hocico en su pelaje y percibo el hedor característico que tienen las pieles desolladas. Carecería de sentido hablar de estas cosas con él o con los demás. Sé cómo transcurriría la conversación. Haría algunos reparos aquí y allá, finalmente aprobaría —la aprobación es la mejor arma—y el asunto quedaría enterrado. ¿Para qué entonces molestarse en desenterrarlo? Y sin embargo, tal vez haya con mi vecino alguna concordancia más allá de las simples palabras. No puedo dejar de sostener esto aunque carezca de pruebas y pueda ser víctima de engaño, precisamente por ser desde hace mucho el único a quien trato y porque debo aferrarme a él. “¿Serás mi correligionario a tu manera? ¿Te avergüenzas de tu fracaso? También yo fracasé. A veces lloro a solas por ello; ven, entre dos es menos amargo.” Así pienso a veces y lo miro fijamente. El no baja la mirada, pero nada deja traslucir, mira obtusamente, asombrado de que haya dejado de hablar. Pero tal vez sea esa su manera de preguntar y yo lo decepcione tanto como él a mí. En mi juventud, si otras preguntas no me hubiesen parecido más importantes, y si no me hubiese bastado con mucho a mí mismo, tal vez le habría preguntado de viva voz, obteniendo un descolorido asentimiento, es decir, menos de lo que obtengo hoy con mi silencio. Pero ¿no callan todos por igual? Nada me impide creer que todos son camaradas, no solamente que he tenido un ocasional camarada investigador, Hundido y olvidado con sus insignificantes éxitos, al que no puedo llegar por impedírmelo la bruma de los tiempos pasados y la conglomeración del presente, sino que desde siempre he tenido y tengo compañeros en todos, todos afanosos a su manera, a su manera infructuosos, callados o astutamente charlatanes, como consecuencia de la investigación desesperanzada. Pero entonces no hubiera sido necesario que me aislara; hubiera podido quedarme tranquilamente entre los demás, no habría tenido que abrirme paso como un cachorro rebelde en las filas de los mayores, que en resumidas cuentas quieren lo mismo que yo, abrirse paso, y que sólo me engañan por su mayor juicio, que les advierte que nadie puede llegar más allá y que todo empuje carece de sentido.

Tales ideas son ciertamente el resultado de las conversaciones con mi vecino; me confunde y me entristece; con todo, es bastante alegre, al menos lo he oído gritar y cantar en su casa, hasta molestarme. Convendría renunciar también a esta última relación, no seguir vagas ensoñaciones como las que provoca todo trato perruno por más endurecido que uno se crea, y dedicar el poco tiempo que me resta en forma exclusiva a mis investigaciones. La próxima vez que venga me arrinconaré y me fingiré dormido y repetiré esto todas las veces que sea necesario hasta que deje de venir.

También ha entrado el desorden en mis investigaciones; desisto, me canso, un trote mecánico, donde antes habría carrera entusiasta. Recuerdo los tiempos en que comencé 1 a investigar la pregunta: “¿De dónde toma la tierra nuestro alimento? Por cierto que vivía entonces en el seno pueblo pugnaba por meterme donde todo se hacía mas denso, a todos quería convertir en testigos de mi trabajo, y este testimonio me importaba más que el trabajo mismo; como todavía esperaba algún efecto general recibía gran estímulo, que ahora, solitario como soy, se ha desvanecido. Por entonces era tan fuerte que hice algo inaudito, algo en contradicción con todos nuestros principios y que todo testigo presencial recuerda como siniestro. Encontré en la ciencia, que tiende por lo general a la ilimitada especialización, una curiosa simplificación. Ella enseña fundamentalmente que la tierra produce alimento e indica, luego de haber sentado este principio, los métodos por los cuales pueden obtenerse, y en abundancia, las diversas comidas. Es exacto, en efecto, que la tierra produce alimentos, ello no admite dudas, pero el proceso no es tan simple como se presenta, al extremo de excluir toda investigación ulterior. Basta tomar los más elementales sucesos que se repiten a diario. Si nos quedáramos completamente inactivos, como yo ahora, y después de un ligero cultivo de la tierra nos acurrucáramos a esperar el resultado, y en el supuesto de que realmente se produjera algo, encontraríamos sin duda el alimento en la tierra. Pero este caso no constituye la regla.

Los que conserven cierta ecuanimidad frente a la ciencia —y por cierto son pocos, puesto que los círculos que ella traza son cada vez más amplios— comprobarán con facilidad, aunque no hagan observaciones muy detenidas, que el alimento principal que encontramos sobre la tierra proviene de lo alto; hasta cogemos parte de él de acuerdo a nuestra habilidad y avidez, antes de que entre en contacto con la tierra. Con esto todavía, no afirmo nada contra la ciencia, porque también la tierra produce este alimento en forma natural. Que uno lo saque de su seno y el otro de las alturas, quizá no constituya una diferencia esencial; la ciencia, que ha establecido que en ambos casos es necesario trabajar el suelo, tal vez no deba ocuparse de tales distingos por aquello de: “Panza llena, corazón contento”. Sólo que me parece que la ciencia se ocupa de estas cosas en forma velada y fragmentaria, ya que conoce los métodos para la obtención de alimentos: el cultivo del suelo propiamente dicho y las labores accesorias o de refinamiento en forma de aforismo, danza y canto. Encuentro en ello una clasificación que, si bien no perfecta, bastante clara. El cultivo del suelo sirve a mi juicio para la obtención de ambas clases de alimentos y es siempre imprescindible; aforismo, danza, y canto no se refieren tanto al alimento terrestre en sentido estricto, sino que sirven más bien para atraerlo desde lo alto. En esta hipótesis me apoya la tradición. Aquí el pueblo parece rectificar a la ciencia sin saberlo y sin que la ciencia intente defenderse. Si, como quiere la ciencia, aquellas ceremonias sólo habían de servir al suelo, acaso para darle fuerzas para atraer el alimento desde lo alto, entonces, deberían lógicamente cumplirse en su totalidad junto al suelo; todo habría que susurrarlo, bailarlo, y cantarlo al oído de la tierra misma. Y a mi entender la .ciencia no pretende otra cosa. Y ahora viene lo notable: el pueblo se dirige a las alturas con todas sus ceremonias. Esto no atenta contra la ciencia: ella no prohíbe; deja al campesino en libertad, considera en sus enseñanzas tan sólo el suelo y si el campesino las asimila, queda satisfecha; pero su razonamiento debiera a mi juicio exigir más. Y yo, que nunca he profundizado en la ciencia, no puedo imaginarme cómo los científicos permiten que nuestro pueblo, apasionado como es, ladre las frases mágicas hacia lo alto, entonces nuestros antiguos lamentos al aire y ejecute cabriolas danzadas, como si, olvidándose del suelo, quisiera elevarse para siempre. Traté de subrayar estas contradicciones; cuando, de acuerdo con las enseñanzas de la ciencia, se aproximaba la época de la cosecha, me dedicaba por completo al suelo, lo apañaba durante la danza y giraba la cabeza para aproximarme a la tierra lo más posible. Más tarde hice un hoyo e introduje la boca, cantando y declamando de ese modo, para que sólo lo oyera el suelo y nadie más que él.

Los resultados fueron limitados. A veces, no obtenía el alimento y ya estaba a punto de alegrarme por mi descubrimiento, cuando aparecía de pronto como si, superada la confusión creada por mi extraña representación, se reconocieran sus ventajas y se renunciara con gusto a gritos y saltos. A menudo la comida llegaba en mayor abundancia que antes; luego faltaba por completo. Con un tesón hasta entonces desconocido en perros jóvenes, hice una extraña reseña de todos mis ensayos; creía ya encontrar una pista que pudiera llevarme más lejos, pero en seguida volvía a perderla. Innegablemente, aquí me perjudicó mi insuficiente capacidad científica. ¿Qué seguridad había por ejemplo de que la falta de comida no era atribuible a mi experimento, sino a la preparación anticientífica del suelo? Si era así, todas mis conclusiones carecían de valor. Bajo determinadas condiciones, habría hecho un experimento completamente satisfactorio si hubiese obtenido el alimento sin trabajar a la tierra en absoluto, sólo con ceremonias dirigidas a lo alto; o también si, con ceremonias terrenas en forma exclusiva, hubiese podido comprobar la ausencia del mismo. Lo intenté, sin mayores esperanzas y no bajo condiciones experimentales rigurosas, porque, de acuerdo con mi creencia inamovible, un mínimo de cultivo es siempre indispensable y aunque los herejes que no lo creen tuvieran razón, no podrían demostrarlo, porque la aspersión del suelo se produce necesariamente y es, dentro de ciertos límites, a inestable. Otro experimento, aunque un tanto colateral, tuvo más éxito y causó cierto revuelo. Paralelamente a la práctica usual de coger los alimentos que venían del aire, resolví dejarlos caer, sin cogerlos. Con tal objeto cada vez ; que caía el alimento ejecutaba un pequeño salto calculando de tal forma que resultara insuficiente; en la mayoría de los casos el alimento caía con sorda indiferencia y yo me arrojaba sobre él, no sólo por hambre, sino también con la ira de la decepción. Pero en casos aislados se produjo algo diferente, realmente maravilloso; el alimento no caía, sino que me perseguía en el aire; la comida perseguía al hambriento. No sucedía durante mucho tiempo, sólo un pequeño trecho, y después caía o desaparecía por completo o —más frecuentemente—en mi avidez la devoraba, terminando en forma prematura el experimento. De todos modos, me sentí feliz, me envolvía un rumor de inquietud y de atención, encontré a los conocidos más accesibles a mis preguntas, en sus ojos brillaba un resplandor de ayuda, y aunque sólo fuese el reflejo de mis propias miradas, no exigía más, me conformaba. Hasta que me enteré —y los otros se enteraron conmigo—que este experimento no era nuevo, que había sido descrito científicamente, y hasta de forma más completa; sin embargo, hacía mucho que no se llevaba a cabo por el autodominio que exige y porque su supuesta carencia de importancia científica hacía innecesaria su repetición. Demostraría tan sólo lo que ya se sabía, o sea que el suelo no siempre atraía el alimento verticalmente, sino también en forma oblicua y hasta en espiral. Con todo, no me amilané; para eso era demasiado joven; por el contrario, me sentí estimulado a cumplir lo que fue tal vez la mayor realización de mi vida. No me dejé desorientar por la subestimación científica del experimento, pero en estos casos no ayuda la fe sino tan sólo la comprobación, y yo quería enfrentarme con ésta, destacando al mismo tiempo, a plena luz y en el centro fe a la investigación, esta experiencia en su origen un poco colateral. Quería demostrar que si retrocedía ante el alimento, no era el suelo el que lo atraía en forma oblicua, sino que era yo el que lo instaba a seguirme. No pude llevar a cabo la prueba en forma completa, porque no aguantaba durante mucho rato el esfuerzo de tener el alimento ante los ojos, y experimentar al mismo tiempo científicamente. Pero quería también hacer otra cosa, quería ayunar por completo, mientras me fuera posible, evitando el espectáculo del alimento y su tentación. Si me retiraba y permanecía echado con los ojos cerrados de día y de noche, sin preocuparme de la recolección ni de la caída de los alimentos, suprimiendo también toda otra actividad, pero confiando secretamente en que la inevitable e irracional aspersión del suelo y la calmosa repetición de los aforismos y canciones —la danza quería evitarla para no debilitarme—fueran suficientes para hacer descender la comida que, sin hacer caso del suelo, vendría a llamar contra mi dentadura para que le franquease la entrada; si eso sucedía, entonces, por cierto aún no habría rebatido a la ciencia, bastante flexible en el caso de excepciones y de casos particulares, pero ¿qué diría el pueblo que por suerte no tiene la misma flexibilidad? Porque ese no sería un caso de excepción como los de enfermedad física o de melancolía, que refiere la historia, en que el sujeto se niega a preparar los alimentos, a buscarlos, ingerirlos, y que en la perrada se une en fórmulas de conjuro, desviando los alimentos de su trayectoria natural y haciéndolos llegar directamente a la boca del enfermo. Yo, en cambio, estaba perfectamente sano y fuerte, y mi apetito era tan magnífico que durante días enteros me impedía pensar en otra cosa que no fuera él; me sometía voluntariamente al ayuno; estaba en condiciones de proveer al descenso de los alimentos y hasta quería hacerlo, pero no necesitaba la ayuda de la perrada y me opuse a ella en forma decidida.

Me busqué un lugar adecuado en un matorral distante, donde no oyera conversaciones de comida, ni chasquear de lengua, ni triturar huesos, y me acosté allí después de haberme atracado por última vez. Quería pasar, a ser posible, todo el tiempo con los ojos cerrados; mientras no quisiera venir la comida sería de noche para mí, aunque pasaran días y semanas. Entretanto no debía, y éste era un grave inconveniente, dormir en absoluto, o por lo menos debía dormir poco, porque no sólo tenía que conjurar los alimentos,, naciéndolos bajar, sino también estar sobre aviso para que la llegada de ellos no me sorprendiese dormido. En otro aspecto, el sueño sería ventajoso, porque no permitiría prolongar el ayuno. Por estas razones resolví subdividir el tiempo en forma cuidadosa y dormir mucho, pero poco por vez. Lo conseguí apoyando la cabeza en débiles ramas que pronto se quebraban, despertándome. Así estaba, dormía o vigilaba soñando o canturreando para mí. Al principio todo transcurrió sin novedad; tal vez en la fuente de los alimentos había pasado inadvertido mi rebelión contra el curso habitual de las cosas, y la verdad es que todo se mantuvo en calma. Me turbaba un tanto el temor de que los perros, al echarme de menos, me buscaran e intentaran algo contra mí. Un segundo temor era que el suelo —a pesar de que según la ciencia se trataba de tierra estéril—produjera por simple aspersión el llamado alimento casual y que su olor me tentara. Por de pronto no sucedía nada semejante y podía seguir ayunando. Fuera de estos temores, me hallaba tranquilo, tranquilo como nunca. Aunque trabajaba contra la ciencia, experimentaba el bienestar y la casi proverbial tranquilidad de los científicos. En mis ensoñaciones conseguía el perdón de la ciencia; también había en ella lugar para mis investigaciones; me consolaba saber que, por grande que fuera el éxito de mis trabajos, y precisamente por eso, yo no estaría perdido para la perrada; la posición de la ciencia era ahora amistosa; ella misma se encargaría de la interpretación de mis resultados y esta promesa ya era casi tanto como el éxito; mientras antes me sentía en el fuero íntimo como un réprobo que embestía enloquecido los muros de su pueblo, ahora sería recibido con grandes honores, la ansiada tibieza de multitudes de cuerpos perrunos me envolvería en su corriente, me levantaría, me haría oscilar sobre los hombros de mi raza. ¡Notable efecto del hambre inicial! Mi empresa me parecía del tal magnitud que allí mismo, en el matorral, comencé a llorar emocionado y compadecido de mí mismo, lo cual, por otra parte, no era muy lógico, pues si esperaba el merecido premio, ¿por qué lloraba? Acaso sólo por bienestar. Siempre que me he sentido bien, harto pocas veces, he llorado. Pero esto duró poco. Las hermosas visiones desaparecieron al agravarse el hambre; no pasó mucho tiempo y luego de la apresurada dispersión de todas las fantasías y emociones, me sentí en completa soledad con el hambre que quemaba mis entrañas. “Esto es el hambre”, me dije infinidad de veces, como queriendo hacerme creer que el hambre y yo éramos todavía dos cosas diferentes y como si uno se la pudiese quitar de encima como a un pretendiente molesto; pero en realidad éramos una unidad extremadamente dolorosa, y si yo me declaraba “Esto es el hambre”, en realidad hablaba el hambre, burlándose de mí. ¡Horribles momentos! Me da escalofríos no solamente por el sufrimiento que pasé entonces, sino también porque sé que aquel no fue el final, porque todo este sufrimiento habré de sufrirlo de nuevo si realmente quiero llegar a algo, porque aún hoy opino que el hambre es el principal instrumento de mis investigaciones. La ruta marcha a través del hambre; lo más elevado se conquista sólo con el más elevado sacrificio, y el mayor sacrificio es entre nosotros el hambre voluntaria. Si reflexiono pues acerca de aquellos tiempos —y me es esencial meditar en él—, si se debiera dejar transcurrir una vida entera para reponerse de semejante intento; todos los años de mi edad adulta me separan de aquel ayuno, pero aún no estoy repuesto. Tal vez cuando inicie el próximo esté más decidido debido a mi mayor experiencia y mejor comprensión de la necesidad- del ensayo, pero mis fuerzas serán menores, como resultado de lo que pasé, y la sola idea de lo que habré de pasar ya me debilita. Mi apetito disminuido no me ayudará, sólo restará mérito al intento y probablemente me obligará a ayunar durante un plazo más largo. He aclarado perfectamente estas ideas; todo este largo período no transcurrió sin ensayos previos, muchas veces he hincado literalmente el diente en el ayuno, pero sin sentirme todavía preparado para la prueba. El entusiasmo juvenil no existe ya; desapareció entonces en medio del hambre. Muchos, pensamientos me torturaron. Amenazadoramente aparecieron nuestros antepasados. Aunque no lo pueda decir en forma pública los considero culpables; ellos provocan esta vida perruna y bien podía contestar a sus amenazas con otras amenazas. Pero me inclino ante su saber; proviene de fuentes que nosotros ya no conocemos; por lo tanto, a pesar de todo mi impulso de luchar contra ellos, me abstendré siempre de violar en forma abierta sus leyes, en verdad pasaré por las rendijas para cuya localización tengo un olfato especial. Acerca del hambre, invoco el famoso diálogo, en el curso del cual uno de nuestros sabios expresó la intención de prohibir el ayuno, a lo que otro se opuso con esta pregunta: “¿Y quién querrá ayunar?” El primero se dejó convencer y la prohibición no prosperó. Con todo vuelve a nacer la pregunta: “¿Está el ayuno realmente prohibido?” La enorme mayoría de . los comentaristas contestan en forma negativa, considera que hay libertad de ayunar, está con el segundo sabio y no teme que los comentarios erróneos produzcan consecuencias graves. Me había cerciorado bien de esto antes de comenzar mi propio ayuno. Pero mientras me doblaba por efecto del hambre y en mi confusión mental buscaba la salvación en mis extremidades posteriores, lamiéndolas, masticándolas, chupándolas desesperadamente casi hasta el ano, me pareció completamente falsa la interpretación de aquel diálogo, maldije la exégesis, me maldije a mí mismo por haberme dejado engañar; el diálogo, como hasta un niño lo comprendería, contenía algo más que la prohibición de ayunar. El primer sabio querría prohibir el ayuno, lo que un sabio quiere ya ha sucedido, el ayuno estaba pues prohibido; el segundo sabio no sólo se adhirió, sino que también consideró imposible el ayuno, colocó a la primera prohibición una segunda, lo que a verdad era prohibir la naturaleza perruna misma; el primer sabio reconoció esto y retiró su prohibición, es decir, ordenó a los perros, después de la explicación de todo esto, a obrar con prudencia y a prohibirse el ayuno a sí mismos. Tres prohibiciones en lugar de una y yo las había violado todas. Aunque con retraso, hubiese podido obedecer y suspender el, ayuno, pero a pesar de mi sufrimiento, me tentaba la prosecución y me lancé tras ella, golosamente, como si se tratase de un perro desconocido. No podía terminar, probablemente estaba también demasiado débil para levantarme y buscar la salvación en los poblados. Me revolcaba en el lecho, ya no podía dormir, en todas partes oía el ruido, el mundo hasta ahora dormido parecía haberse despertado por mi ayuno; tenía la sensación de que nunca más podría volver a comer porque entonces silenciaría de nuevo al mundo ahora libre y sonoro, de lo que no me sentía capaz. Por otra parte, el mayor ruido, estaba en mi barriga; a menudo apoyaba el oído en ella; cara bien extraña debo haber puesto; apenas podía dar crédito a lo que oía. Y cuando las cosas llegaron al límite, el mareo pareció adueñarse de mi naturaleza misma; hacía intentos de salvación carentes de sentido; comencé a sentir olores de alimentos, de manjares selectos que hacía mucho que no comía, alegrías de mi niñez; sí, olfateé el olor de los pechos de mi madre; olvidé mi decisión de resistir a los olores, o mejor, no la olvidé; como si ello formara parte de esa decisión, me arrastraba en todas direcciones, sólo un poco, y olisqueaba, como si quisiera el manjar sólo para alcanzarlo. No me causaba decepción no encontrar nada; los alimentos existían, sí, pero siempre se hallaban unos pasos más allá, las patas se me doblaban antes de alcanzarlos. Pero al propio tiempo sabía que no había nada, que me movía sólo por miedo a la postración definitiva en un lugar que, sin embargo, ya no podría abandonar nunca. Las últimas esperanzas y las ultimas tentaciones se esfumaron en forma miserable: terminaría aquí, ¿qué sentido tenían mis investigaciones, pueriles intentos de pueriles épocas felices?; ahora iba en serio, aquí la investigación hubiera podido demostrar su importancia, pero ¿dónde había quedado? Aquí sólo había un perro que boqueaba desvalidamente y que, sin embargo, con espasmódica prisa, sin saberlo, rociaba el suelo de continuo, incapaz de sacar nada de su memoria, no lo más mínimo de toda la sabiduría de las palabras mágicas, ni siquiera el canto con que se refugian los recién nacidos bajo la madre. Era como si no estuviese separado de los hermanos por un corto trecho, sino infinitamente lejos de todo, como si en realidad no me estuviese muriendo de hambre, sino de abandono. Era evidente que nadie se ocupaba de mí, nadie bajo la tierra, ni sobre ella, nadie en las alturas; moría por su indiferencia, su indiferencia me decía: “Se muere, así ha de ser.” ¿Y no coincidía yo con ellos? ¿No decía lo mismo? ¿No había deseado este abandono? Ciertamente, perros, pero no para morir aquí, sino para llegar allá, a la verdad, para salir de este mundo de mentiras, donde no se encuentra a nadie de quien obtener la verdad, tampoco de mí, ciudadano innato de la mentira. Tal vez la verdad no estuviese tan lejos, y yo no tan abandonado como creía, al menos no tanto por los otros como por mí, que estaba al fin de mis fuerzas y moría.

Pero no se muere tan pronto como supone un perro alucinado. Me desvanecí y al recuperar el sentido y levantar los ojos ví a un perro desconocido. Ya no sentía hambre, estaba fuerte, mis coyunturas parecían elásticas, como resortes, aunque no realicé ningún intento de levantarme para comprobarlo. Sí, un perro hermoso pero no fuera de lo común, y sin embargo me pareció ver en él, además, otras cosas. Debajo de mí había sangre; en el primer momento supuse que era alimento, pero en seguida noté que era sangre vomitada. Dejé de mirarla y me volví hacia el perro. Era delgado, de largas patas, castaño, manchado de blanco en algunas partes: tenía una hermosa mirada, fuerte, investigadora.

 

—¿Qué haces aquí? —preguntó—. Debes marcharte de aquí.

—No puedo irme ahora —dije sin más explicación. ¿Cómo había de explicarle todo? Además, él parecía tener prisa.

—Por favor, vete —dijo, y levantaba nerviosamente una pata, luego la otra.

—Déjame —dije—, vete y no te ocupes de mí, los otros tampoco se ocupan.

—Te lo pido por ti —dijo.

—Pídelo por lo que quieras —dije—; no podría andar aunque quisiera.

—No es eso —dijo sonriendo—; puedes andar. Precisamente porque pareces estar muy débil; te ruego que te alejes con lentitud; si vacilas, más tarde tendrás que correr.

—Déjalo de mi cuenta —dije.

—También es de mi cuenta —dijo él, entristecida por mi terquedad, y aparentemente quería dejarme aquí por ahora, pero sin desaprovechar la ocasión de buscarme amorosamente. En otra época tal vez lo hubiese tolerado, pero ahora no lo comprendía. Sentí espanto.

—¡Fuera! —grité con tanta más fuerza cuanto que no tenía otra defensa.

—Ya te dejo —dijo él retrocediendo con lentitud—. Eres maravilloso. ¿No te gusto?

—Me gustarías si te alejaras y me dejaras en paz.—Pero ya no tenía tanta firmeza como quería hacerle creer. Algo oía o veía en él con mis sentidos aguzados por el ayuno; sólo estaba en los comienzos, crecía, se aproximaba y ya lo sabía: este perro tiene la fuerza para alejarte, aunque todavía no logres imaginar cómo podrías levantarte. El, a mi brusca réplica, sólo había contestado moviendo con suavidad la cabeza; yo lo miraba ahora con creciente avidez.

—¿Quién eres? —pregunté. —Un cazador —dijo él.

—¿Y por qué no me quieres dejar aquí? —pregunté. —Porque me estorbas —dijo—; no puedo cazar si estás aquí.

—Inténtalo —dije—; tal vez puedas cazar.

—No —dijo—; lo siento, pero debes irte.

—Deja la caza por hoy —rogué.

—No —dijo él—, debo cazar.

—Yo debo irme; tú debes cazar —dije—; simple deber. ¿Comprendes por qué “debemos”?

—No —dijo—; pero no hay nada que comprender, son cosas evidentes, naturales.

—Sin embargo, no —dije—. Te da pena tener que ahuyentarme y sin embargo lo haces. ¡Así.es! —repetí disgustado—. No es una contestación. ¿Qué renuncia te sería más fácil: renunciar a la caza o a ahuyentarme?

—Renunciar a la caza —dijo.

—¿Entonces? —dije—. Hay una contradicción.

—¿Qué contradicción? —dijo—. ¿No comprendes, querido perrito, no comprendes que debo hacerlo? ¿No comprendes lo evidente?

No contesté ya porque notaba —y una nueva vida circulaba en mí, vida como sólo la da el espanto, por inasibles pormenores, que tal vez nadie fuera de mí hubiera podido advertir—, que desde las profundidades del pecho del perro iba a comenzar a levantarse un canto.

—Cantarás —dije.

—Sí —dijo gravemente—; pronto, pero no todavía.

—Ya comienzas —dije.

—No —dijo—. Todavía no, pero prepárate.

—Lo oigo aunque lo niegues —dije, temblando.

 

El calló y creí reconocer lo que no había averiguado ningún perro antes —al menos no se encuentra en la tradición el menor indicio de ello—y me apresuré a hundir, presa de miedo y de vergüenza infinitos, el rostro en el charco de sangre. Creí advertir que el perro ya cantaba antes de saberlo, y, más aún, que la melodía, separada de él, flotaba en el espacio sobre él, obedeciendo leyes propias, como si ya no tuviese nada que ver con él; tendía sólo hacia mí; yo, exclusivamente yo, era su destinatario. Hoy, es natural, me parece imposible y lo atribuyo a la sobreexcitación de aquel entonces; pero aunque fuese un error, no carecía de grandeza; fue la única realidad, aunque sólo aparente, que pude salvar de mi ayuno y traer a este mundo, y que por lo menos demuestra hasta dónde podemos llegar con un completo despoja-miento. Y yo estaba realmente fuera de mí. En circunstancias normales hubiese estado gravemente enfermo, inmovilizado; pero no pude resistir a la melodía, que después, gradualmente, el perro comenzó a aceptar como propia. Se hizo cada vez más fuerte; su crecimiento probablemente era limitado; ya casi me hacía saltar los oídos. Pero lo más grave era que solamente parecía existir por mí; esta voz, ante la cual enmudecía la sublimidad del bosque, existía sólo por mí. ¿Quién era yo que aún osaba permanecer aquí, ante ella, a mis anchas en mi sangre y en mi suciedad? Tambaleándome me levanté y miré hacia abajo, a lo largo de mis patas. “Esto no va a ser posible”, me dije todavía, pero ya volaba arrebatado por la melodía, ejecutando saltos soberbios. Nada conté a mis amigos; al momento de mi llegada tal vez lo hubiese contado todo, pero estaba demasiado débil; y más tarde me pareció incomunicable. Algunas insinuaciones que no lograba reprimir se diluían en las conversaciones sin dejar rastro. Físicamente me recuperé en pocas horas; pero aún hoy sufro las consecuencias.

Extendí mis investigaciones a la música de los perros. Tampoco estaba inactiva la ciencia en este sector; la ciencia de la música es probablemente, si no estoy mal informado, más amplia aún que aquélla de la alimentación, y mejor fundada. Ello se explica porque en este campo se puede trabajar con más desapasionamiento que en aquél y porque aquí sólo se trata de simples observaciones y de su sistematización; allí hay, en cambio, ante todo, consecuencias prácticas. A ello hay que agregar que la investigación musical goza de mayor respeto que la de la nutrición; sin embargo, la primera nunca pudo arraigar tan profundamente en el pueblo como la segunda. El éxito de los perros músicos parecía indicarlo, pero yo era entonces demasiado joven. Realmente, no es nada fácil acercarse a esta ciencia; se considera que es difícil, llena de distinción y que se aísla de la multitud. En aquellos perros lo más llamativo era sin duda la música, pero aún más importante me pareció su mutismo; tal vez no encontrara ya algo semejante a su espantosa música; la podía posponer y olvidar, pero su callada esencia perruna me salió al encuentro a partir de entonces en todos los perros. Para comprender la naturaleza perruna, las investigaciones sobre la aumentación me parecieron lo más correcto. Quizá me equivoqué. Una zona de contacto entre ambas ciencias había provocado entonces mis sospechas. Se trata de lo relativo al canto que hace descender los alimentos. De nuevo me perjudica en este punto no haber estudiado nunca seriamente la ciencia de la música, ni remotamente puedo contarme en este aspecto entre los que la ciencia llama con desdén medianamente cultos. Debo tenerlo siempre presente. No soportaría, de esto tengo lamentables pruebas, el más ligero examen a que me sometiera un científico. Esto, naturalmente, tiene sus causas, aparte de las circunstancias de mi vida ya mencionadas, en mi escasa disposición científica, escasa concentración, poca memoria y, sobre todo, en que no me resigno a tener siempre presente el objetivo científico. Todo lo reconozco con franqueza, hasta con cierta alegría. Porque la razón profunda de mi incapacidad científica parece estar en un instinto no necesariamente malo. Y si quisiera fanfarronear podría decir que precisamente este instinto ha destruido mis aptitudes científicas, porque sería por lo menos muy extraño que yo, que en las cuestiones de la vida cotidiana, que desde luego no son las más sencillas, pongo de manifiesto un entendimiento tolerable y que comprendo, aunque no a la ciencia, a los científicos, como lo demuestran mis resultados; sería muy extraño que de entrada no hubiese sido capaz de levantar una pata hasta el primer escalón de la ciencia. Fue el insisto el que, en beneficio de la ciencia precisamente, pero de una ciencia diferente de la que se cultiva hoy día, de una ciencia final, última, me hizo estimar la libertad por sobre todo. ¡La libertad! Por cierto que la libertad tal como hoy es posible es un arbusto raquítico. Pero de todos modos libertad, de todos modos un bien…

 

Primera y última noticia de Javier Heraud, por Sebastián Salazar Bondy

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Esta nota fue publicada originalmente por su autor en la Revista de la Universidad de México, n° 12, en agosto de 1963. La misma ha sido compartida y rescatada por la web Lee por gusto (www.leeporgusto.com), a quienes le agradecemos su difusión.

 

Por Sebastián Salazar Bondy*

Traducción y rescate Lee por gusto

Crédito de la foto www.revistasudestada.com.ar

 

 

Primera y última noticia de Javier Heraud,

por Sebastián Salazar Bondy

 

Las informaciones acerca de choques armados, revueltas campesinas y guerrillas ya no son primicias en las páginas sombrías de la prensa peruana. Nos estamos habituando a la violencia, al horror. Oímos decir o leemos que un subversivo ha sido abatido, o que a sangre y fuego se persigue a un agitador, y nos quedamos quietos. Sin embargo, de pronto, la lisa superficie de la costumbre se agita como si por primera vez un rebelde (se podría escribir: un romántico) cayera ante las balas de la fuerza pública.

Ayer no más una noticia así nos sacó de nuestro resignado acatamiento de la muerte anónima, la de la víctima sin rostro, comunero indio, minero mestizo o estudiante revolucionario. Una ráfaga de odio había acabado con un poeta, Javier Heraud. Y no lo quisimos creer. Hasta hace apenas un año estaba ente nosotros, era un joven compañero, todavía un adolescente, y su talento nos sorprendía, nos enorgullecía.

No quiero -no puedo- escribir una elegía. La historia de Heraud es brevísima. Cinco años atrás ingresó a la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Lima. Sus profesores Luis Jaime Cisneros, Washington Delgado, Luis Albero Ratto y José Miguel Oviedo descubrieron inmediatamente en él la rara calidad del artista de raza. Conforme se acendró en Heraud la vocación creadora su inconformísmo se hizo más premioso, exigente y, en cierto modo, mortal. Mas no era un fanático. Estaba cada vez más en sí, y también más dado a los demás. La editorial de poesía que Javier Sologuren con tanto sacrificio mantiene publicó, en 1960, un excelente poema de Heraud: El río (Cuadernos del Hontanar, Lima). Un epígrafe de Antonio Machado -la vida baja como un ancho río- desataba ahí un cántico en el que la existencia, como una caudalosa corriente brotada de un insignificante manantial, se confundía al fin con las aguas turbias, oceánicas, de una más plena vida. Entre El Río y su segundo libro, El viaje (Ediciones Cuadernos Trimestrales de Poesía, Lima, 1961), medió apenas un año, pero la intensidad con que el poeta vivió aquel tiempo, entregado ya a la lucha desigual en la que sucumbiría, estaba dulce y patéticamente inscrita en los nuevos versos.

El viaje se cumplía hacia la propia intimidad: en ella Heraud no se recreaba porque, de vuelta de un largo recorrido por la realidad y la fantasía, su palabra ya no cantaba jubilosa. Confesión desgarradora, limpia de todo ornamento, desnuda como una luz substancial, los poemas de esta serie aludían reiteradamente a la muerte, llamándola y conjurándola, atraído por ella a pesar de sí como la falena que gira alrededor de la llama que la ha de quemar. Ahora se habla de la premonición mortal contenida en los versos de Heraud, pero es preferible y más justo atribuir dicho culto de la muerte a la elección libre de un destino, no suicida sino mártir, distante por igual del éxito o del fracaso. El último poema, Epílogo, de su segundo libro, anunciaba su decisión: Sólo soy / un hombre triste / que agota sus palabras.

 

(Der.) el poeta Javier Heraud

(Der.) el poeta Javier Heraud

 

Agotadas sus palabras le quedaba la vida. A mediados de mayo, tras abandonar Cuba, adonde se había dirigido para estudiar cinematografía, penetró en unión de siete estudiantes más la frontera selvática del Perú y el Brasil e ingresó en su tierra patria para luchar como guerrillero. Los ocho jóvenes combatientes atravesaron la enmarañada selva del departamento de Madre de Dios y arribaron tras larga jornada a pie a Puerto Maldonado, una población fronteriza de no más de seiscientos habitantes. Aquí las informaciones periodísticas y oficiales se contradicen. Es probable que el grupo, agotado por el esfuerzo, fuera sorprendido por la policía. En la huida resultaron apresados tres de sus miembros, mientras uno, aún prófugo, conseguía escapar. Los otros dos, Heraud uno de ellos, fueron acorralados por la fuerza pública y la población armada, cuando, cruzando a nado el río, lograron ser recogidos por un generoso balsero. Varias lanchas los acosaron. Hubo un tiroteo. Cayeron un policía y el balsero, y luego Heraud y su camarada, después que ambos habían enarbolado bandera blanca de rendición. En el cuerpo del poeta -de acuerdo a la declaración de su padre, quien viajó a Puerto Maldonado a identificar el cadáver- había una treintena de balazos, varios de un proyectil explosivo habitualmente empleado en la zona para la cacería de fieras. Eso es todo.

Claro que inmediatamente buena parte de la prensa segregó sus vastas infamias mezcladas con las grandes palabras de la peculiar moralina burguesa. Otra, menos farisea, se preguntó -como si fuera posible preguntarse semejante cosa- por qué razones jóvenes “con un porvenir brillante por delante” se daban a matar y morir. Por supuesto que tanta malevolencia o vacuidad no fueron compensadas por el homenaje público que a Heraud tributaron escritores y estudiantes, y todavía nadie sabe qué hacer para devolver el nombre y la obra del joven poeta al lugar que le corresponden. Es mi situación ahora.

Javier Heraud era un hombre parco, pesado de andar de constante sonrisa en los labios, de mirada de asombro profundo. Estuve incontables veces con él, pero no conversamos mucho. Fui tal vez el primero que publicó un comentario de El río. Me lo agradeció palmeándome con sus toscas manos la espalda, como si yo fuera el chico, pero esto con tal aire de no saber decir una frase convencional que era claro síntoma de su inocencia, de su candor. Inocencia y candor -no ingenuidad, fácil credulidad, no- que lo llevaron a empuñar un precario fusil para destruir el mundo que consideraba podrido, pero que no venían acompañados de la astucia del combatiente subrepticio, que suele ser fuerte y ágil, que sabe golpear y rehuir el contragolpe del enemigo. Me imagino cómo fue derribado -el mismo describió el escenario y supuse que / al final moriría / alguna tarde / entre pájaros / árboles (en El viaje)- ofreciendo el gran blanco de su cuerpo sin malicia, esperando encender con su fuego de ira y justicia el río, el bosque, el cielo, los hombres. Es todo lo que puedo escribir ahora como introducción a algunos de sus poemas porque sé que, aun acribillado, su cadáver, ay, siguió muriendo, como el cadáver del miliciano español en el himno de César Vallejo, y sé que seguirá muriendo por siempre en sus versos.

 

 

 

 

*(Lima, 1924-Lima, 1965).

9 poemas de “Insomnio vocal” (2016), de Ethel Barja

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Por: Ethel Barja

Crédito de la foto: Alastor Editores

 

 

9 poemas de Insomnio vocal (2016),

de Ethel Barja

 

 

hilos                                    

 

1

Espero la fuerza que interrumpa

este crecimiento que se alza entre mis huesos.

He soñado con la destrucción de sus muros.

Sitiada por sus cristales,

observo su gesto ilimitado.

 

El enjambre que habita mi pecho

me tiene en vela

y pienso desmantelarlo

con una fórmula sencilla y sin alquimia,

como quitarle el pelaje a un gato

hebra por hebra.

Por eso mis luces encendidas en horas diurnas.

El juego que guardo bajo las uñas

es la asfixia lenta de cada vocablo,

mas ellos se atrincheran,

llaman a una nueva criatura

y ella pone su cuerpo sobre mi espalda.

La danza de su ruido

canta con mi carne.

 

2

Cae sin estridencia

desde el sueño abierto entre peñascos.

 

Signo abandonado a su relieve.

 

Ella apoya los ojos,

rasga otras voces en la bruma,

inhala y expira el crujido

donde se abren y se cierran esas costras,

branquias de la existencia.

 

 

 

Eco en vela

 

Ir por la falange despacio, atravesarte,

como un alpinista al borde de una costra.

Devorar una que otra oración no por saciedad,

por malicia.

La destreza duerme en los paladares,

hierve entre las preocupaciones dentales

y se hace dura simulando pretensiones serias.

Crío este equilibrio en el fondo de una botella,

abismo al que despierto en el delirio,

y veo los cadáveres incendiados que vuelven el rostro

y dejan expuestas sus lenguas de fuego,

lenguas entrecruzadas de vértigos coleópteros,

la roja pulpa de un mal sueño,

ojo del paso estacional de los seres afiebrados,

el vagabundeo de su hambre,

la cerca de sus huesos.

Veo el lomo de la manada como una pieza indestructible,

mi reflejo en la fuente seca,

en la garganta deshabitada de la ira propia.

 

ethel-barja-06

La poeta Ethel Barja

las pesadillas de lo visible

 

1

Las sombras dejan sus prendas en la oscuridad,

se cobijan bajo las luces de neón,

mudan la piel entre chispazos plastificados.

Abiertas todas las pupilas,

ninguna penetra su brillo.

 

Esas sombras caminan desnudas,

en los rincones dejan sus gestos de amor.

La palabra se abre sobre esa danza.

Todo oídos el tránsito me acaricia,

germina el zumbido de la caña

en la carne macerada.

 

2

Memorias, criaturas que deambulan por las calles,

con ellas tropiezo,

las insulto,

les reparto unos cuantos manotazos,

enmiendo su postura.

Ellas contestan con un ruido en retirada,

arremeten con un bostezo insoportable

y cuando por fin de puro cansancio se alejan,

las sueño arrítmicas e inofensivas.

Un parpadeo, un descuido,

y voraces avanzan más acá del sueño,

y ya no sé cómo mirarlas,

con qué violencia,

con qué compasión.

Las pongo sobre mi espalda

para que inflen sus pulmones y enciendan sus huesos.

Las pronuncio y bebo su ritmo

seducida por su oscuro costado, su extravío.

 

3

cu  er  das

                          mu ti la das

El cáñamo y el péndulo de lo visible.

Demasiado inútil abrir la mano

y decir, «cae», simplemente, «precipítate».

Todo cabo está extraviado.

La mano siempre está abierta

y todas las sogas en vela

sin saber de dónde sacar más nudos,

más tiempo, certeza del puño

y el cáñamo apolillado gira loco en el horizonte

estremecido en los umbrales,

tras el tejer empecinado, ciego, dando tumbos.

   

4

El crepitar de lo que cae,

los ruidos imperceptibles,

los gestos repentinos en cada esquina,

el tumulto y los cuellos atrapados,

la garantía del orbe encendido.

Algo familiar muere en cada objeto

con su muerte de callejones sin salida.

Van y vienen de lo inerte,

la inmovilidad anhelada,

no asir

dejar

           caer

 

 

danza

 

Extravío en la hendidura,

en la encrucijada que surca la epidermis,

yo, sonora habitante nocturna,

acaricio las cuerdas arrancadas,

el tibio espacio de las desapariciones.

 

El pulso de lo que me rodea

devoró todo contorno,

atravesó mi lengua.

No hay más luz que la abundancia de lo que muere.

Vagan los reflejos en desconcierto

mientras te poseo detrás de las puertas sin umbrales.

Voy divisible, arco ensimismado.

Se atiza la fuga de las pieles en colores terráqueos.

Crece la inquietud de lo vivo y fragmentado.

Duerme la imaginación de lo uno y de lo otro,

de lo uno en lo otro

de lo otro más otro.

Deshojo con los dientes los abismos,

paladeo los carbones encendidos.

 

 

 

***

Renuevo estas agujas

en la costura imposible de borde rojizo,

en el vocablo salado

en la geografía del calor efímero,

en los pasos reunidos en la línea del horizonte

que van como marcas de angustia en el oído,

como la huella de la voz que su lengua no roza,

el insomnio de la ninfa vocal.

 

 

 

***

Recién llegado agrieta el aire

se ciñe a su presencia sin bordes.

Sus dientes luchan con su propio estrépito

y pregunta por él a sus extremidades.

La palabra antes de la palabra

brilla en su paladar.

Ese amasijo de calles

transformadas en resonancia.

El plural en una sola sílaba

se descubre en el ojo recién nacido,

abierto al sinnúmero que pulula,

a su estrellarse vigoroso,

el nítido murmullo que sonríe

en la piel tierna en sudoroso destello,

y lo que ellos soñaron camina consigo en las veredas,

y hablan entre ellos como nunca antes

tocándose como nunca

en la encía de la criatura,

en el espejo de su grito.

 

 

 

***

Una ventana para no mirar,

para tener qué tapiar en el invierno.

Una ventana para darle hogar a la mugre

para enrarecer el aire adentro y acoger la brisa

de afuera, siempre impoluta, tan fresca.

Una ventana para sitiar el adentro

para que el viento arremeta

y haga peligrar las cabezas.

Una ventana que espere su destrucción

pacientemente, con las astillas en guardia

con su cristal opaco, garantía del sobresalto.

Una ventana como un precipicio,

como el borde del dedo de un niño que señala,

como la vitalidad de las estatuas nocturnas,

la escisión en el muro de carne.

 

 insomnio-vocal

 

***

Suena la piedra contra la piedra en el mortero.

El abrazo del viajante que atraviesa la puerta y la abandona.

Suenas leche ensimismada en la penumbra

y voy contra las paredes, sus costados abiertos.

Los pasos dejan hoyos negros que susurran,

graznan en el alba y la gota cae crispada en el cascajo.

Miles de vueltas en la cama y mi oído traspasado.

Suena el tronco en dos mitades alumbradas,

la luz misma deja su fragor en la legaña.

La voz no se encuentra más en los espejos

su rostro es la masa sonora que golpea,

el duelo enmudecido que rasga los cristales.

Volver a sí es extravío, acorde trunco.

Les replico ante su dureza, su gozne, su lechoso movimiento

lo que he cernido por escucharme,

señalo la mancha roja en los tamices,

y me escucho en ellos como si volviera muchas veces

y mi piel madura un fruto extraño con miles de semillas.

 

 

 

cuarto inciso

 

el cadáver de mi caballo me acompaña

su mandíbula tierna

me da los buenos días

y yo limpio sus dientes

mientras veo llegar la luz

su respiración se agita

envidio su paso

tan gallardo entre las sombras

 

 

Yolanda Castaño: el cuerpo del idioma

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Crítica y selección de poemas Aleyda Quevedo Rojas

Crédito de la foto (Izq.) César Quian/www.lavozdegalicia.es

(der.) Ed. Arte de trobar

 

 

Yolanda Castaño: el cuerpo del idioma

 

Hablar en una lengua ajena/ se parece a vestir ropa prestada. Escribe la poeta Yolanda Castaño. Potentes versos que componen el libro La segunda lengua (2014), potente experiencia que todos hemos experimentado y la poeta teje y desteje en su arte: escribir, traducir, viajar, dominar fonemas, acentos y timbres. Cuanta delicia y complejidad abarca el apropiarse de otra lengua, de otro idioma, de otra música; como calzar los tacones que no son de tu talla, pero que los necesitas. El idioma es la patria, el espíritu es la lengua del cielo, la patria y la lengua son un solo poema desgarrando los sentidos, agudizando los paisajes, las modulaciones, los tonos y los enjambres de timbres.

El mundo que Castaño propone en su más reciente libro publicado, tiene la tesitura y complejidad de una torre de babel: muchos idiomas por conocer, decir en voz alta lo impronunciable, todos los idiomas y ninguno que diga todo el amor del mundo y la falta de él, mil lenguas que escribir, transcribir dolor, traducir piedad, traducir es traicionar…Sí y no, todas las equivalencias y ninguna. El cuerpo extenso, brillante, texturizado y sonoro del idioma ha sido poetizado por Yolanda Castaño. El cuerpo del idioma en constante tensión y cambio.

Castaño ha construido un libro magnífico que bucea en la pulsión de la poesía, la música y el deseo por atrapar varios lenguajes. Poesía, música y lengua, finalmente son atrapadas por el arte de la escritura, la escritura es la elección de vida que, con dolor y belleza, vive Yolanda Castaño, desde su boca y su lengua natural: la poesía.

 

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5 poemas de A segunda lingua (‘La segunda lengua’, 2014),

de Yolanda Castaño

 

 

 

La poesía es una lengua minorizada

 

Comenzaría por el espesor. Su acidez, su ph.

 

Camina igual que una mujer:

entre la masacre de lo invisible

y el campo de concentración de la visibilidad.

 

Ladra estilo y final,

una épica hospitalaria.

 

En el poema el lenguaje

se hace oídos sordos a sí mismo,

en él las palabras amplían

su círculo de amistades.

 

Hay que masturbar el abecedario

hasta que balbucee cosas

aparentemente inconexas.

 

Caja de cambios del habla,

gestos de otro orden.

La sonrisa del mosquito dentro de la piedra de ámbar.

 

No se trata de que no comprendas árabe.

No entiendes

 

poesía.

 

 

 

Pan de celebración.  (It’s an unfair world)

 

El mundo es un hotel sin mostrador de recepción.

El don de la elocuencia no es un bien comunitario.

 

No se repartieron así ni los panes ni los peces.

Por estribor la carne y por babor las espinas.

 

Vais a perder la cabeza y están lloviéndoos

sombreros,

los ricos tendrán dinero los pobres tendrán hijos.

 

Yo sé de un pan que partiría en pedazos

que fuesen minúsculos y durase para los restos,

si acaso una migaja puede ocuparle a alguien la boca,

si puede saciar, si tal vez destrabarla.

 

Como botes salvavidas en la gloria del Titanic,

pinares de peines para quien está

calvo.

 

Urbi et orbi de la retórica: ni está ni se la espera.

Aquí se calcetan barbas y tú aún sin mandíbula.

 

Les tocaron a algunas bocas tres segundos de memoria.

Y Dios le dará ese pan

a alguien con menos dientes.

 

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La poeta Yolanda Castaño. Crédito de la foto Marcos Míguez.

 

Metrofobia

 

Al fondo del paisaje, la lluvia

difumina las nubes con un borrón.

Esta hoja de ruta milita en la juglaresca.

 

Ya tengo ganas de partir y mi coche es un soldado.

¿No vas oyendo silbar a su cargamento sensible?

Las carreteras comarcales parecen

cuadernos pautados.

Me gustaría surcar los montes con un poema a cuestas

como los viajantes.

Mi coche es una bala plateada con

ritmo en vez de pólvora, y le digo: “¡Vamos!”.

Juntos atravesamos valles, barrios de funcionarios,

las grandes explotaciones eólicas

me dan ganas de luchar contra los gigantes.

Mi coche y yo nos entendemos sin decirnos nada.

 

Flores blancas del ibuprofeno,

mi coche es un soldado

y yo le digo: “¡Vamos a recitar poemas

a Monforte de Lemos!”,

y él

acompasa su motor a mi registro,

repica,

tintinea

aunque tenga

metrofobia.

 

 

 

Less is more

 

No me dijo

si te contase lo repugnante que me parece tu boca,

el charco de tus hormonas pringosas y clamantes.

Preferiría meter los dedos en un cable de alto voltaje

que mi cara en la redondez irrespirable de tus tetas.

No me dijo

así se me caiga encima ahora mismo un fardo de piedras

antes que la responsabilidad de tus noches de fiebre,

que corra el aire entre mi vertical

y el pastel de jengibre de tus ganas.

Antes quiero alfileres en la cuenca de los ojos

que sorber la gelatina de tus debilidades.

No me dijo fuck off, no me dijo vete

a la mierda.

Prefiero un dolor de oídos, un puño en la boca del estómago.

Me repugna el fragor así tan rural de tu hambre,

escuchar a tus piernas a gritos

como lechoncillos rosados abiertos a hachazos.

 

Simplemente

él no me dijo.

 

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Listen and repeat: un pájaro, una barba.

 

Todo el cielo está en cuclillas. Una sed intransitiva.

 

Hablar en una lengua ajena

se parece a vestir ropa prestada.

 

Helga confunde los significados de país y paisaje.

(¿Qué clase de persona serías en otro idioma?)

 

Tú, me haces notar que, a veces,

este instrumento mío de cuerda

vocal

desafina.

 

En el patio de luces del lenguaje,

se me engancha la prosodia

en el vestido.

 

Te contaré algo sobre mis problemas con la lengua:

hay cosas que no puedo pronunciar.

 

Como cuando te veo sentado y sólo veo

una silla –

ceci n’est pas une chaise.

Una cámara oscura proyecta en el hemisferio.

 

Pronunciar: si el poema es

un exorcismo, un cambio de agregación; algún humor

solidifica para abandonarnos.

 

Así es la fonación, la entalpía.

 

Pero tienes toda la razón:

mi vocalismo deja

mucho que desear.

 

(Si dejo de mirar tus dientes

no voy a entender nada de lo que hables).

 

El cielo se hace pequeño. Helga sonríe en cursiva.

 

Y yo aprendo a diferenciar entre una barba y un pájaro

más allá de que levante el vuelo

si trato de cogerla

entre las manos.

 

 

—————————————————————————————————————————

(poemas en su lengua original, gallego)

 

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Yolanda Castaño. Crédito de la foto Alberto Pombo

 

5 poemas de A segunda lingua (2014),

de Yolanda Castaño

 

 

 

A poesía é unha lingua minorizada

 

Comezaría polo espesor. A súa acidez, o seu ph.

 

Camiña igual ca unha muller:

entre o masacre do invisible

e o campo de concentración da visibilidade.

 

Ladra estilo e final,

unha épica hospitalaria.

 

No poema a linguaxe

faise ouvidos xordos a si mesma,

nel as palabras amplían

o seu círculo de amizades.

 

Hai que masturbar o abecedario

ata que balbuza cousas

aparentemente inconexas.

 

Caixa de cambios da fala,

acenos doutra orde.

O sorriso do mosquito dentro da pedra de ámbar.

 

Non se trata de que non comprendas árabe.

Non entendes

 

poesía.

 

 

 

Pan de celebración. (It’s an unfair world)

 

O mundo é un hotel sen mostrador de recepción.

O don da elocuencia non é un ben comunitario.

 

Non se repartiron así nin os pans nin os peixes.

Por estribor a carne e por babor as espiñas.

 

Ides perder a cabeza e chóvenvos

sombreiros,

os ricos terán cartos os pobres terán fillos.

 

Eu sei dun pan que eu partiría en anacos

que fosen minúsculos e durase para os restos,

se unha faragulla pode ocuparlle a boca a alguén,

se pode saciar, se tal vez destrabala.

 

Coma botes salvavidas na gloria do Titanic,

soutos de peites para quen está

calvo.

 

Urbi et orbi da retórica: nin está nin se espera.

Calcétanse barbas para quen non ten queixelo.

 

Tocáronlle a algunhas bocas tres segundos de memoria.

E Deus ha dar ese pan

a alguén con ben menos dentes.

 

 

 

Metrofobia

 

Ao fondo da paisaxe, a chuvia

esvaece as nubes cun borrón.

Esta folla de ruta milita na xograresca.

 

Xa teño gana de partir e o meu coche é un soldado.

Non vas oíndo chifrar o seu cargamento sensible?

As estradas comarcais parecen

cadernos pautados.

Gustaríame sucar os montes cun poema ao lombo

coma os viaxantes.

O meu coche é unha bala prateada con

ritmo en vez de pólvora, e eu dígolle: “Vamos!”.

Xuntos atravesamos vales, barrios de funcionarios,

as grandes explotacións eólicas

danme ganas de loitar contra os xigantes.

O meu coche mais eu entendémonos sen dicirnos nada.

 

Flores brancas do ibuprofeno,

o meu coche é un soldado

e eu dígolle “Vamos recitar poemas

a Monforte de Lemos!”,

e el

acompasa o seu motor ao meu rexistro,

repenica,

badalea

aínda que teña

metrofobia.

 

yolanda-castano

La poeta participando en el Festival de Poesía de QingHai, 2014.

 

Less is more

 

Non me dixo

se che contase o repugnante que encontro a túa boca,

o charco das túas hormonas pringosas e clamantes.

Preferiría meter os dedos nun cable de alta voltaxe

que a miña cara na redondez irrespirable das túas tetas.

Non me dixo

así me caia enriba agora mesmo unha pía de lastras

antes ca a responsabilidade das túas noites de febre,

que corra o aire entre a miña vertical

e o pastel de xenxibre das túas ganas.

Prefiro alfinetes nas cuncas dos ollos

mellor ca a xelatina das túas debilidades.

Non me dixo fuck off, non me dixo vete

a la mierda.

Prefiro unha dor de ouvidos, un puño na boca do estómago.

Repúgname o fragor tan rural da túa fame,

escoitar berrar as túas coxas

coma bacoriños rosados abertos a machadas.

 

Simplemente

el non me dixo.

 

 

 

Listen and repeat: un paxaro, unha barba.

 

Todo o ceo está en crequenas. Unha sede intransitiva.

 

Falar nunha lingua allea

parécese a poñer roupa prestada.

 

Helga confunde os significados de país e paisaxe.

(Que clase de persoa serías noutro idioma?).

 

Ti, fasme notar que, ás veces,

este meu instrumento de corda

vocal

desafina.

 

No patio de luces da linguaxe,

engánchame a prosodia

no vestido.

 

Contareiche algo sobre os meus problemas coa lingua:

hai cousas que non podo pronunciar.

 

Como cando te vexo sentado e só vexo

unha cadeira –

ceci n’est pas une chaise.

Unha cámara escura proxecta no hemisferio.

 

Pronunciar: se o poema é

un exorcismo, un cambio de agregación; algún humor

solidifica para abandonarnos.

 

Así é a fonación, a entalpía.

 

Pero tes toda a razón:

o meu vocalismo deixa

moito que desexar.

 

(Se deixo de mirar os teus dentes

non vou entender nada do que fales).

 

O ceo faise pequeno. Helga sorrí en cursiva.

 

E eu aprendo a diferenciar entre unha barba e un paxaro

máis alá de que levante o voo

se trato de collela

entre as mans.

 

 

 

 

*(Santiago de Compostela-España, 1977). Poeta y crítica literaria. Licenciada en Filología hispánica por la Universidad de La Coruña. Se desempeñó como codirectora de la revista Valdeleite y dirigió el programa cultural Mercuria. Actualmente, desarrolla una multitud de proyectos que fusionan la poesía con otros lenguajes creativos como la música, plástica, audiovisual, arquitectura… y hasta la cocina. Ha obtenido el Premio Atlántida (1993), el Premio Francisco Fernández del Riego, el III Premio Fermín Bouza Brey (1994), el II Premio de Poesía Johan Carballeira (1997), el Premio de la Crítica de poesía gallega (1998), el Premio de Poesía Espiral Maior (2007) y el Premio El Ojo Crítico RNE (2009). A su vez, ha recibido el Premio a la Mejor Videocreación en el Festival Compostela Curtocircuito (2004) y el Premio Mestre Mateo al Mejor Comunicador/a de TV (2005). Ha publicado en poesía Elevar as pálpebras (1995), Delicia (1998; 2006), Vivimos no ciclo das erofanías (1998; 2000), O libro da egoísta (2003; 2004; 2006), Profundidade de campo (2007; 2009), Erofanía (2009) y A segunda lingua (2014).

Sobre “Enemigo” (2016), de José Carlos Agüero

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Por Teresa Cabrera Espinoza*

Crédito de la foto (Izq.) víctor mendivil/tell.pe

(Der.) carlos garcía/ tell.pe

 

 

Sobre Enemigo (2016),

de José Carlos Agüero

 

 

I

 

Somos víctimas de un afán de interpretar -sino, qué hacemos reunidos para hablar de este libro-.[1] En ese afán, una primera posibilidad es asignar a “enemigo” un personaje, individual o colectivo, o un rol, o una identidad, y en el extremo, una identidad nominal. Quiero decir: si el libro se llama Enemigo, ¿quién no quiere saber quién es enemigo o qué es el enemigo? Si consideramos los datos biográficos del autor, y el momento editorial, se nos ofrecen muchas pistas para asignar una identidad a “enemigo”.

Pero tenemos más y quizá mejores materiales para ello en el universo que genera el texto mismo, y en el proyecto de escritura que José Carlos Agüero inauguró con El nacimiento de los monstruos, su libro de 2010 y que continuó con Indiferencia de los elementos, su libro no firmado de 2013. Que en su momento el autor renunciara a la debida circulación de estos materiales dificulta que sus lectores tomen esta vía y casi por defecto o por necesidad se apoyen en un diálogo con los datos extraliterarios o con su hoy muy popular ensayo Los Rendidos.[2] Yo sugiero acercarnos a estas dos colecciones de poemas, y decidir frente a ellos la validez o el interés del discurso poético de Enemigo.

 

enemigo2

 

 

Cuando uno ha leído suficientes reseñistas de poesía, puede contagiarse un poco y decir que los poetas se manifiestan en su voz: la voz de las y los poetas es algo que se encuentra o se pierde, que se repite o se renueva, que se diluye o que se radicaliza, que se afirma o que se desecha en busca de una nueva forma de decir. La voz de José Carlos no es polar: está a medio camino de todas estas posibilidades. Con un tercer libro que para efectos prácticos podría considerarse el primero, quizá el suyo es un proyecto en re-escritura: no en vano el núcleo de poemas de Enemigo (la sección “Estirpe”) es un trasiego de Indiferencia de los elementos,[3] su libro pre-Los Rendidos.

Hay rupturas, claro, pero me concentraré en los materiales que se han transmitido de un libro a otro: el paisaje y el incendio como dos posibilidades de disolvencia material; el cuerpo, primero como un ensamblaje caprichoso, luego como el punto de partida para un desdoblamiento o una repetición que puede acabar como una monstruosidad. Y sobre todo el lenguaje, y su derrota resignificada en la aparición de lo caníbal.

Con el lenguaje derrotado, impotente, no solo se repliega el habla, sino también los dispositivos corporales del habla: el aparato del habla se resigna a ser el aparato que muerde, que come, que babea, que succiona. Es el caníbal de los dos primeros libros. En Enemigo, el lenguaje se aleja de lo caníbal apenas lo suficiente para cuestionar las jerarquías de la muerte. Este cuestionamiento recorre la primera sección del libro, “Inventario”, que enumera vivos y muertos, animales y humanos, sin aludir a su diferencia o a su situación, sino a su convivencia en un mismo plano y a su probable destino común: ser ceniza (“de todos los animales enredados en este infierno/ y que pierden el pellejo/ es la ceniza el animal que nos sobrevive”). Y eso es todo lo que puede hacer el lenguaje.

Lo que no puede hacer es escapar de las operaciones retóricas sobre el cuerpo. Si en El nacimiento de los monstruos los fragmentos del cuerpo aparecen como algo que puede combinarse o componerse con resultados no armónicos -y por ello difieren del cuerpo natural-, en Enemigo el cuerpo existe solo si se produce esta composición. Pero ya que esa composición es solo posible por obra del lenguaje, siempre será una composición fallida. En Enemigo el cuerpo físico es una unidad que se disgrega y que se reparte. Pero no es un reparto místico ni mítico del cuerpo. No se reparte en el sentido de la comunión, ni se trata del reparto de un cuerpo heroico y desmembrado que ha de volver a juntarse para incorporarse como cuerpo social y revertir el mundo. En la poética de José Carlos el cuerpo se reparte como se reparte una culpa. Y para decepción de quienes quieren encontrar aquí como en Los rendidos una literatura de la reconciliación, la mayoría de las veces esa culpa no es aceptada, siquiera recibida. Peor aún, ni siquiera es rechazada. Prima una indiferencia natural. Los que reparten el cuerpo son animales, insectos. Agentes sin culpa, sin otra misión que no sea la determinada por algo inscrito a la vez en su cuerpo, de antiguo, instintivo. Esto ocurre porque los hombres -que sí tienen voluntad- han sido incapaces de dar sepultura a sus semejantes. Los calcinan o los ocultan o los dejan a merced de los elementos. Que son igualmente indiferentes.
aguero-losrendidos

 

II

 

Puede decirse que en Enemigo hablan los muertos. Pero eso es solo una impresión.

Los poetas del perú post reforma agraria ampliaron el repertorio de voces posibles de representar en el lenguaje poético y junto con lo que pasaba fuera de la poesía, de lo representable como sujeto político.[4] Esa poesía se pobló de sujetos como hechos palpables. Los poetas abrieron un boquete por el que peruanos antes invisibles ingresaron (como en el verso de Manuel Morales) con sus “apestosas diferencias”[5] a la existencia literaria. Casi cincuenta años después, esta suerte de poesía de postguerra en la que se inscribe Enemigo no hace hablar a nuevos sujetos, ni al tan anhelado y antropológico Otro, ni a la alteridad política. En Enemigo ni siquiera hablan los muertos, sino entidades correspondientes de una categoría próxima: cuerpos inertes, cadáveres, fantasmas. Un poema de la polaca Wislawa Szymborska nos dice que “En los sueños aún vive nuestro muerto reciente, goza de buena salud, se ve incluso más joven” y que por el contrario, “la realidad tiende ante nosotros su cuerpo sin vida”.[6] En la poética de José Carlos los sueños son invariablemente pesadillas en la que los muertos no pueden ser representados. Y el cuerpo sin vida que nos tiende la realidad no se define por la pérdida del aliento, sino por su drástica condición material: es un cadáver. En estos textos los muertos han dejado no solo de ser sujetos, no son siquiera personas. Son, de un lado, cuerpos, o más estrictamente fracciones o situaciones de cuerpos. De otro lado son fantasmas, apariciones que hablan con las maneras de la profecía. La experiencia viva, ciudadana, está cancelada en este libro. Los peruanos que nos preceden son carne muerta. Y como la carne, son analfabetos y mudos. Los herederos y sobrevivientes no podemos darles voz.

 

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En esta medida, la renuncia filial del José Carlos poeta es radical comparada con la renuncia del José Carlos ensayista que opera en Los rendidos. El sujeto poético difiere del ciudadano. Si el proyecto de Los rendidos fue en alguna medida que hablen los que permanecían en silencio y que exista un lugar legítimo para exponer la micro historia silenciada de los peruanos que por voluntad o por herencia formaron parte de la empresa gonzalista, el proyecto de Enemigo es precisamente silenciar las voces civiles del padre y la madre, a quienes hemos sobrevivido y a quienes negamos una herencia pública. Padre y Madre han sido proscritos del mundo de la palabra. No podemos concederles la posibilidad de usarla, pues podrían convertirla en arma, en potencia retórica (veo como empiezas a pudrirte vivo/ y cómo termina irrelevante/ la cadena entre tu primera palabra y la última). A Padre y Madre solo les corresponde la palabra en tanto material onírico, siguiendo a Benjamin, la palabra en tanto “producto accidental del sentido”, un sentido que en los sueños “se encuentra en la continuidad sin palabras de un flujo”.[7]

Esta es la relación que encuentro entre Enemigo y Los rendidos en tanto proyectos de escritura y causas civiles. Si en Los rendidos se pide que el espacio para hablar exista y que el perdón, antes que un proyecto político sea un don, en el sentido de su gratuidad, en Enemigo no solo se priva a los muertos el consuelo de dejar en herencia una memoria, sino que no se les concede la posibilidad de formular palabra. Y esa prohibición produce dolor en el sujeto poético, que se presenta como Hijo. Ese dolor produce a su vez un símbolo esquizofrénico: una copia, un doble, que es también sentido como un monstruo. Esa necesidad de formar o formular una copia del cuerpo, es la que da por resultado un Enemigo, un doble producido por el lenguaje. Y dado que esta duplicación ocurre en el sueño o en la introspección, pertenece al dominio del lenguaje. Es una elaboración y como toda elaboración es poco más que una farsa. Una farsa llamada poesía. Ya lo dice Blanca Varela en los primeros versos de Ejercicios: “Un poema/ como una gran batalla/ me arroja en esta arena/ sin más enemigo que yo”.[8]

 

 (julio 2016)

 

 

————————————————————-

[1] La presentación se llevó a cabo el 27 de julio de 2016 en la Sala Jorge Eduardo Eielson de la 21° Feria Internacional del Libro de Lima.

[2] Agüero Solórzano, José Carlos. “Los rendidos. Sobre el don de perdonar” (IEP, 2015)

[3] Indiferencia de los elementos (edición del autor, 2012). Edición no venal.

[4] Esta representación es uno de los pilares de la poesía post 68 y formó parte del programa poético auroral del emblemático grupo Hora Zero. De acuerdo a J.A. Mazzotti (Poéticas del flujo: migración y violencia verbales en el Perú de los 80; 2002), si bien es posible rastrear “sujetos inéditos provenientes de la provincia desde por lo menos la generación de Vallejo y Oquendo de Amat.[…] con el ‘desborde popular’ de los años 60 y 70, la literatura criolla peruana se vio inundada por voces provenientes del interior del país, que aprovechaban la dicción ya instaurada del narrativo-coloquialismo para introducir sus propias reivindicaciones lingüísticas y estilísticas, en lo que constituyó la exacerbación de los registros populares del castellano”. En esa línea, Carrillo (Cuatro décadas de poesía en el Perú. Intensidad y altura; 2010) señala “Frecuentemente se asocia la poesía de los años 70’ con la disconformidad, las arengas, y la proclamación de que se cambiaría el mundo. Hay todo esto pero también mucho más: es la poesía de sujetos que conceptualizan la ciudad en tanto un tipo de civilización, que registran con irreverencia -y muchas veces provocadoramente- nuevas interacciones sociales, étnicas, de género etc. Hoy existe consenso de que ya se trate de íntimas confesiones o exaltadas proclamas sociales la constante fue el uso del “lenguaje de todos los días”.

[5] “Shock”, de Manuel Morales. En: “Poemas de entrecasa”. Morales, Manuel. Ediciones Universidad Nacional de Educación. Lima, 1969.

[6] “La realidad no se esfuma”, de Wislawa Szymborska

[7]El lenguaje del sueño no está en las palabras, sino bajo ellas. En él las palabras son productos accidentales del sentido, el cual se encuentra en la continuidad sin palabras de un flujo. El sentido se esconde dentro del lenguaje de los sueños a la manera en que lo hace una figura dentro de un dibujo misterioso. Es incluso posible que el origen de los dibujos misteriosos se encuentre en esa dirección: en calidad de estenograma onírico”. Benjamin, Walter. Obras Completas II/2, 209; 1916/17

[8] “Ejercicios”, de Blanca Varela. En: “Valses y otras falsas confesiones”. Varela, Blanca. INC, Lima. 1972

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1981). Trabajó en la empresa de comunicaciones Tell, e integró el taller de artesanía salvaje –TAS–, colectivo de investigación, videoarte y activismo político en espacio público. He sido editora general del portal www.lamula.pe, plataforma de blogs & periodismo ciudadano, del portal www.lamulaverde.pe y editora en la revista Poder. A la vez, fue miembro del Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo –DESCO-, donde se desempeñó como investigadora social y miembro del consejo editorial de la serie Perú Hoy. En 2008 publicó el ensayo en limamalalima parte de su trabajo profesional y apuntes sobre la cultura limeña y la vivencia citadina. Además, ha publicado Presentes pero invisibles, mujeres y espacio público en Lima Sur (en coautoría, 2007) y Trabajadoras por la Ciudad (en coautoría, 2012). Como poeta, ha publicado Sueño de Pez o Neblina (2010) y El Nudo (2012).

12 + 1 poemas de Libério Neves

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Por Libério Neves*

Curador de la muestra Fabrício Marques

Traducción Rodolfo Mata y

Regina Crespo

Crédito de la foto www.divirta-se.uai.com.br

 

 

 

12 + 1 poemas de Libério Neves

DONACIÓN

 

Doy mi materia a la tierra.

Pero antes te presento

mi cuerpo, doctor, para

la ciencia de tus adentros.

 

Tú ves el cerebro

en sus macizos de estaño,

pero no disecas los versos

que ahí regurgitan

inconclusos o inéditos.

 

Ves el reverso de mí,

la piel mas no sus espasmos

de fiebre, dolor o miedo

en la amplitud de mis vellos.

 

Y ves dentro de las venas

la sangre oscura sombra.

Los genes de la honda ira

reprimida no vislumbras

hiel del atarme a la vida.

 

Ves los nervios extendidos

con sus dormidas cuerdas,

y nunca sabes percibir

las vibraciones más vivas

de mis íntimos temblores.

 

¡Y en tus manos va el corazón!

Mas no portas el poder

(más allá del endocardio)

de ahogar estos impulsos

de mi secreto amor.

 

Entonces doy a la tierra

pulmones y uñas y huesos

y otras partes singulares.

 

No puedo entregar los versos,

ni tampoco mis espasmos

ni las iras y temblores

con mis amores volando

disolviéndose en los aires.

 

 

 

HERENCIA

 

1

 

Yo soy ese niño

y todavía me arrullo

pegado al diluvio

mirando esa nube

 

pisado en el tiempo

de esta hierba seca

me peso en el temple

de la cera al sol

 

mi ojo se va

más allá del fósil

mito de esa nube

una cuasi lluvia

 

2

 

yo soy ese niño

y aún me animo

a erguirme árbol

de este árido suelo

 

absorto en el siempre

ser la espera opaca

de vaciar al viento

cual hoja el rostro

 

3

 

a valerme está

el tiempo de espada

contra ser la nube

próxima un diluvio

 

y mucho más aún

piso el cielo uniendo

tierra que me pisa

y el más liso azul

 

4

 

yo soy ese niño

de arbolarme ave

de verterme cima

encima de ese azul.

 

liberio_neves2

 

DECLARACIÓN ANTE NOTARIO

 

Si, por accidente, enfermedad o vejez, algún día llegara a verme (resto) inmóvil en la sábana, dependiendo, por caridad o por amor, de vuestro gesto difícil, ese gesto de lavar mis trapos de materias y de limpiar mis residuos de este mundo, así constantemente en la cotidianidad de una lenta espera del expirar de todo, esto será profundo para vos y doloroso para mí.

Y ciertamente es cierto que no tendré palabras, ni gestos, para agradaros; es cierto que mis ojos ahí serán de piedad, mirando vuestras fisonomías desanimadas mirándome en los trapos, y sufriréis mucho y yo mucho más desesperadamente.

Antes que esto por ventura o positivamente ocurra, redacto la declaración presente, anticipada, de que en el cuando (yo) así quede, inmóvilmente mudo, sin embargo aún vivo, estaré a todo instante, en mente, besando vuestras manos en mí santificadas, en esa final humillación del cuerpo, esencial tal vez a la filtración del alma.

 

 

 

DEL SER EL SER Y SER SU PARECER

 

El día en que conversando así contigo

y habiendo en ser un ser así sincero

soy una sombra buena, un bulto amigo

 

y soy, cuando te hablo, y cuando serio

un grave ser sutil que en esta vida

transciende al ángel, y arde en su materia

 

entonces mi palabra espesa vibra o

densa se adhiere o se evapora tímida

por entre los melifluos corazones.

 

Con todo cuando duermo (cuando en sueño)

o cuando en mis re-versos me compongo

un otro yo, en mí, pulsa y resuena

 

¡en un lenguaje hondo y diferente!

pues una cosa es verme en mi retrato

que muestra el flaco rostro externamente,

 

mientras que en rayos x contemplado,

el dentro es contrapunto y puente exacto

entre ser lo que se dice y lo que es dado:

 

mucho más que ojos mansos en capillas

ser un suspiro bajo luz de velas

que entre ser alma y ser matriz se quema.

 

 

 

ECLIPSE

 

Los días de mi vida

son la piel de mi alma

respiro rayos de sol

tiendo al piso la luna blanca

 

la piel es de pelos negros

los pelos tienen poros hondos

los fondos son todos negros

 

los días de mi vida

son días de poca vida

 

hechos de sol y de hielo.

 

 

 

EL FLACO

 

Me infiltro

por donde voy

me equilibro

en el polígono menor

 

me visto

del hombre más desnudo

y me sirvo

de vara y bambú

 

me consuelo

de las sobras del mundo

me regreso

más fácil del fondo

 

me escondo

en la sombra de un poste

y me apunto

más leve en la muerte.

 

CAPA_MINERAGEM.indd

 

EL YERMO

 

El ramo seca

al último

en estas planicies

donde piedra la flora

 

el remo zafa

al fondo

ora estas canoas

y esas balsas ora

 

la rima rima

resume

vana poesía duerme

en el apogeo de la aurora

 

la roma suma

jorobada

ese avaro cambio

ley de aval y mora

 

el rumbo huye

sólo mundo

a estos duros nombres

repitiendo las horas.

 

 

 

RETRATO EN LAS MANOS

 

1

 

Llevo diez años

alejándome

del presente

de este retrato

 

son seis años

más otros cuatro

distanciándome

y él me sonríe

 

2

 

y todavía más

este retrato

de hecho fijo

es puro reír

 

su ojo voltea

cuando volteo

mirando a un punto

que no soy yo

 

no cumple años

ni ha sufrido

roído en la amplia

lisa sonrisa

 

 

3

 

mis ojos van

mientras recojo

el leve hilo

que nos sostiene

 

hilo más fino

que el leve viento

es el fino hilo

de nuestra mente

 

4

 

ya el retrato

se mueve vivo

y su contacto

me alimenta

 

de cuanto siente

entre sus manos

antiguas manos

de la memoria

 

5

 

nos envolvemos

y nos unimos

esto que somos

al fondo otrora

 

6

 

y en el remanso

de esa mansa

espuma en

que se funden

 

nuestros rostros

se confunden

en lo profundo

y más se hunden

 

7

 

mas ese tiempo

fantasma

es tiempo lerdo

sin plasma

 

8

 

en mis ojos

me busco

vuelvo a las fallas

de la dentadura

 

retrato blando

mojado inmóvil

mira su punto

lejos y oscuro.

 

 

 

LAS PÉRDIDAS

 

Mi madre se hundió en el hogar

mi padre en los sertones de mundo

 

se fue (sólo) de esperar

por mi padre en las leguas del mundo

 

mi madre, la vi llorar

 

– de él, que hable el mundo.

 

Ella se durmió (¡era de noche!)

y muchas cosas murieron

muchas voces enmudecieron

 

partió mi padre ese día

y muchas cosas quedaron frías

mucha tierra se hizo honda.

 

Sin embargo, por ella hubo llanto

por él un vacío profundo

 

si es grave perder el llanto

contenerlo es secar el mundo.

 

 

 

MECEDORA

 

Cuando vas

yo siempre vengo

siempre voy

cuando tú vienes

 

¿de dónde

a dónde vas?

 

pienso y callo

 

preguntar

(pienso) jamás

 

que si acaso

igual pregunta

tú me hicieras

yendo y viniendo

 

decirte habré

que voy y vengo

 

no sé si voy

o si vengo

 

ir y venir

sin ría ni fuente

 

¿sería un bien?

 

no sabemos

bien que sabemos

 

del vaivén vivo

y te espero

en el camino donde

reímos

 

nuestros ojos

yendo y viniendo.

 

 

Libério Neves (der.) junto a Emilio Moura (Izq.). C. 1969

Libério Neves (der.) junto a Emilio Moura (Izq.).
C. 1969

 

VELADA EN LUNA

 

Hondo sueño cubre hasta el rostro

como una sábana de transparencia.

Una sombra pulsa, a la luz expuesto

oh cuerpo en su húmedo silen

 

cio. Ninguna palabra, ninguna

sílaba se interpone en la distancia

de nuestras bocas semiabiertas,

leve la tuya y envuelta en ansia

 

la mía. Sin embargo, desierta,

no puede la mano tejer el rumbo

ni construir el ardor del gesto.

 

Suspendida inmóvil sobre las plumas.

 

 

 

CÍRCULO

 

(que siendo redonda la tierra

un día nos encontraremos)

 

1

 

Donde respira

tu sueño

ahí mi sueño

termina

 

de la noche vengo

y compongo

auroras vanas

de niño

 

2

 

largo es el siempre

y nos domina

un susto simple

y estaño

 

visión vislumbro

y neblina

pero peso hondo

y montaña

 

3

 

caminas viento

y horizonte

la mirada de azul

y de vino

 

pienso el rumbo

de la fuente y

mientras espero

camino.

 

 

 

ELEGÍA 18

 

Más de cien relojes

en la sala colgados

van tocando las horas.

 

No obstante uno de ellos

con su ronda invertida

anda en manecillas

que retornan al ayer.

 

Vibran los relojes

a coro, tic-tac tic-tac,

y tac-tic tac-tic él responde

al reflujo del tiempo.

 

Sus manecillas pacientes

paso a paso destilan

gota a gota van filtrando

inciensos en el recuerdo.

 

Hipnotizan, saludan

el regreso del hombre

a los ojos del niño.

 

El reloj fantasma

en sentido este-oeste

impone con su jornada

viajar lo ya viajado.

 

Voy a revivir lugares,

esas visiones familiares

presentes en el pasado.

Son valores perennes

lejanos y muy recordados:

 

las mañanas traen ecos

veredas de la juventud,

las noches de rocío llenan

sendas de allá de la infancia.

 

¿A dónde más, tan leve,

me quiere llevar el reloj

en su contrario tiempo?

 

Una neblina me envuelve

nubes me enmarañan

al suelo, amorosamente.

 

Voy a abrir la acequia

para mover o molino

en su largo compás.

 

Reerguir los gallos

espantar los gavilanes

patear los caballos

y a las yeguas del rebaño.

 

Voy a aullar los perros

rumiar los bueyes

adormecer en el padre

y en el calor de la madre.

 

Pero, al final, es éste

el reloj del sueño:

 

no acompaña a la sombra

ni al clarear del día

ni al sonido del viento.

 

En la amplitud de la sala

van punteándose las horas

acompasadamente.

 

 

———————————————————————————————————–

(poemas en su idioma original, portugués)

 

 002-4

12 + 1 poemas do Libério Neves

 

 

DOAÇÃO

 

Dou minha matéria à terra.

Entanto antes apresento

o corpo a ti, doutor, para

a ciência dos teus dentros.

 

Tu vês o cérebro

em seus maciços de estanho,

mas não dissecas os versos

aí regurgitando

inconclusos ou inéditos.

 

Vês no avesso em mim a pele,

mas não seus arrepios

de febre ou dor ou medo

no amplo dos meus pelos.

 

E vê dentro das veias

o sangue escura sombra.

Os gens, tu não vislumbras

da ira funda contida

no amarrar-me amargo à vida.

 

Vês os nervos estendidos

com suas cordas dormidas,

e nunca sabes perceber

as vibrações mais vivas

dos meus íntimos tremores.

 

E tem em mãos o coração!

Mas não levas o poder

(indo além do endocárdio)

de reter estes impulsos

do meu secreto amor.

 

Então eu dou à terra

pulmões e unhas e ossos

e outras partes singulares.

 

Não posso dar os versos,

não posso meus arrepios

nem as iras e as tremuras

voando com os meus amores

dissolvendo-se nos ares.

 

 

 

HERANÇA

 

1

 

Eu sou esse menino

e ainda me nino

colado no dilúvio

e olhando a nuvem

 

pisado no tempo

desta relva seca

peso-me na têmpera

de ao sol a cera

 

meu olho vai-se

pelo além da fóssil

lenda dessa nuvem

uma quase chuva

 

2

 

sou esse menino

e ainda me animo

a erguer-me árvore

neste solo árido

 

haurido no sempre

ser a espera fosca

de vazar no vento

em folha o rosto

 

3

 

o tempo está de

me valer de espada

contra ser a nuvem

próxima dilúvio

 

e muito mais ainda

piso o céu unindo

terra que me pisa

e o mais liso azul

 

4

 

sou esse menino

e arvorar-me ave

de vazar por cima

o cimo desse azul.

 

 

 

PAPEL PASSADO

 

Se, por acidente, moléstia ou velhice, algum dia eu vier a ver-me (resto) imóvel no lençol, a depender, por caridade ou pelo amor, do vosso gesto difícil, esse gesto de lavar meus panos de matéria e de limpar os meus resíduos deste mundo, assim constantemente no cotidiano de uma lenta espera do expirar de tudo, isto será profundo para vós e doloroso para mim.

E certamente é certo que não terei palavras, nem gestos, para vos agradar; é certo que os meus olhos lá serão de piedade, olhando as vossas fisionomias desanimadas olhando-me nos panos, e sofrereis demais e eu bem mais desesperadamente.

Antes que isto porventura ou positivamente ocorra, lavro a declaração presente, antecipada, de que no quando (eu) assim restar, imovelmente mudo, contudo ainda vivo, estarei a todo instante, em mente, beijando as vossas mãos em mim santificadas, nessa final humilhação do corpo, essencial talvez à filtração da alma.

 

 

 

DO SER O SER E SER SEU PARECER

 

No quando em conversando assim contigo

e tido em ser um ser assim sincero

sou uma sombra boa, um vulto amigo

 

e sou, quando te falo, e quando sério

um grave ser sutil que nesta vida

transcende ao anjo, ardendo-se matéria

 

minha palavra então espessa vibra

ou tímida se evola, ou gruda com visgo

nos corações melífluos das pessoas.

 

Contudo quando durmo (quando em sonho)

ou quando em meus re-versos me componho

um outro eu, em mim, pulsa e ressoa

 

uma linguagem funda e diferente!

pois uma coisa é ter-se o meu retrato

que mostra o magro rosto externamente,

 

enquanto que mostrado, em raios-X,

o dentro é contraponto e ponte exata

entre o ser-se o que é e o que se diz:

 

bem mais que olhos mansos nas capelas

ser o suspiro posto à luz das velas

queimando entre ser alma e ser matriz.

 

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ECLIPSE

 

 

Os dias de minha vida

são a pele de minha alma

respiro raios de sol

deito ao chão a lua branca

 

a pele é de pelos negros

os pelos têm poros fundos

os fundos são todos negros

 

os dias de minha vida

são dias de pouca vida

 

feitos de sol e de gelo.

 

 

 

O MAGRO

 

Eu me infiltro

por onde que eu for

me equilibro

no polígono menor

 

eu me visto

de o homem mais nu

e me sirvo

de vara e bambu

 

me consolo

da sobra do mundo

me retorno

mais fácil do fundo

 

eu me escondo

na sombra dum poste

e me aponto

mais leve na morte.

 

 

 

O ERMO

 

O ramo seca

último

em essas planuras

onde pedra a flora

 

o remo safa

ao fundo

ora essas canoas

e jangadas ora

 

a rima rima

resume

vã poesia dorme

no apogeu da aurora

 

a roma soma

corcunda

esse avaro câmbio

lei de aval e mora

 

o rumo some

só mundo

a esses duros nomes

repetindo as horas

 

 

 

RETRATO NAS MÃOS

 

1

 

Dez anos ando

me alongando

do presente

deste retrato

 

são seis anos

e mais quatro

que distancio

e ele sorri

 

2

 

bem mais ainda

este retrato

de fato e fixo

é só rir

 

seu olho vira

quando viro

olhando ponto

que não eu

 

não fez anos

nem sofreu

roído no amplo

riso sem véu

 

3

 

meus olhos indo

vou colhendo

o fio leve

que nos prende

 

fio mais leve

do que vento

é o fino

fio da mente

 

4

 

já o retrato

é semovente

e o seu contato

me alimenta

 

quanto sente

em suas mãos

antigas mãos

da memória

 

5

 

envolvemo-nos

e unimos

isto que somos

em nós outrora

 

6

 

e no remanso

de essa mansa

espuma em

que se fundem

 

nossos rostos

se confundem

no profundo

e mais afundam

 

7

 

mas esse tempo

fantasma

é tempo lesma

sem plasma

 

8

 

em meus olhos

me procuro

torno às falhas

da dentadura

 

retrato mole

molhado imóvel

olha seu ponto

longe e escuro.

 

 

 

AS PERDAS

 

Minha mãe afundou no lar

meu pai nos sertões de mundo

 

foi ela (só) de esperar

meu pai nas léguas do mundo

 

minha mãe, eu vi chorar

 

– ele, que o diga o mundo.

 

Ela dormiu (era a noite!)

e muita coisa ficou morta

muita fala ficou muda

 

parte meu pai neste dia

e muita coisa ficou fria

muita terra ficou funda.

 

Porém, por ela houve lágrima

por ele um vago profundo

 

se grave é perder a lágrima

retê-la é secar o mundo.

 

 

 

BALANÇO

 

Quando vais

eu sempre venho

sempre vou

quando te vens

 

de onde

para onde vais?

 

penso e calo

 

perguntar

(penso) jamais

 

que se igual

pergunta acaso

me fizeres

indo e vindo

 

dir-te-ei

eu vou e venho

 

não sei se vou

ou se venho

 

ir e vir

sem foz e fonte

 

seria um bem?

 

não sabemos

bem sabemos

 

do vaivém vivo

e te espero

no caminho onde

sorrimos

 

nossos olhos

indo e vindo.

 

 

 

VELADA EM LUA

 

Fundo sono cobre até o rosto

como um lençol de transparência.

Uma sombra pulsa, à luz exposto

ó corpo no seu úmido silên

 

cio. Nenhuma palavra, nenhuma

sílaba se põe entre a distância

de nossas bocas semiabertas,

em leve a sua e feita em ânsia

 

a minha. Todavia, deserta,

não pode a mão tecer o rumo

nem construir o ardor do gesto.

 

Suspensa imóvel sobre as plumas.

 

antologia2

CÍRCULO

 

(que sendo redonda a terra

um dia nos encontraremos)

 

1

 

Onde respira

o teu sonho

ali meu sonho

termina

 

da noite venho

e componho

auroras vãs

de menino

 

 

2

 

longo é o sempre

e nos domina

um susto simples

e estanho

 

visão vislumbro

e neblina

mas peso fundo

e montanha

 

3

 

caminhas vento

e horizonte

o olhar de azul

e de vinho

 

eu penso o rumo

da fonte

e enquanto espero

caminho.

 

 

 

ELEGIA 18

 

Mais de cem relógios

nas paredes da sala

tocam as horas adiante.

 

Um relógio, entanto,

invertido em sua ronda

anda com os ponteiros

voltando para o ontem.

 

Vibram os relógios

em coro, tiquetaque,

e taquetique ele torna

ao refluxo do tempo.

 

Seus ponteiros pacientes

passo a passo pingando

gota a gota destilam

incensos na lembrança.

 

Hipnotizam, acenam

para o regresso do homem

aos olhos da criança.

 

O relógio fantasma

em sentido leste-oeste

impõe com jornada

viajar o viajado.

 

Vou reviver lugares,

essas visões familiares

presentes no passado.

São valores perenes

longe e bem lembrados:

 

as manhãs ressoando

veredas da juventude,

as noites orvalhando

trilhas lá da infância.

 

Aonde mais, tão leve,

me quer levar o relógio

em seu contrário tempo?

 

Um nevoeiro me enleia

nuvens me enovelam

no chão, amorosamente.

 

Vou fluir o rego-dágua

para mover o monjolo

em seu compasso longo.

 

Reerguer os galos

revoar os gaviões

patear os cavalos

e as éguas no rebanho.

 

Vou uivar os cães

ruminar os bois

adormecer no pai

e no calor da mãe.

 

Mas, ao final, é este

o relógio do sonho:

 

não acompanha a sombra

nem o clarão do dia

ou o soar do vento.

 

No amplo da sala

ponteiam-se as horas

compassadamente.

 

 

 

 

 

*(Buriti Alegre-Brasil, 1934). Vive desde 1952 en Belo Horizonte. Poeta, prosador y abogado. Licenciado en Derecho por la Universidade Federal de Minas Gerais. Fue miembro del grupo artístico Vereda. Se desempeñó en la comisión de redacción del “suplemento literario” del diario de Minas Gerais. Obtuvo el Premio Ciudad de Belo Horizonte (1964) y el Premio Cláudio Manuel da Costa de la Secretaria de Educación y Cultura del Estado de Minas Gerais (1969). Ha publicado en poesía Pedra Solidão (1965), O ermo (1969), Força de Gravidade em Terra de Vegetação Rasteira (1978) e Circulação de Sangue (1983), Santa Tereza (2011); y en ficción: Pequena memoria de terra funda (1971), Mil Quilometros redondos (1974), entre muchos otros.

 

Sobre “La Máquina de las alegorías” (2016), de Claudio Archubi

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Por Lucas Margarit*

Crédito de la foto Claudio Archubi**

 

 

 

Sobre La Máquina de las alegorías (2016),

de Claudio Archubi

 

 

 

Lucas Margarit [LM]: ¿Se puede definir lo tuyo como poesía de pensamiento?

Claudio Archubi [CA]: No, si ese concepto queda pegado a una poesía cercana a la crítica. Sí, si ese concepto se entiende como lo entendía Musil: “Un gran conocimiento sólo ocurre a medias en el círculo luminoso del cerebro y es, sobre todo, un estado anímico, en cuya punta más alta el pensamiento sólo está posado como una flor.

 

 

[LM]: Si un bibliotecario tuviera que acomodar tu último libro, La Máquina de las alegorías, publicado recientemente por la editorial Buenos Aires Poetry, ¿en qué sección lo colocaría?

[CA]: Es, sin lugar a dudas, un libro de poemas en prosa. Allí intento tensar los límites del poema en prosa hacia el discurso filosófico o científico, entrecruzado por mis vivencias personales.

 

 

[LM]: ¿Qué es para vos un poema en prosa?

[CA]: Un poema, trabajado con las mismas herramientas de un poema, pero sustituyendo versos por párrafos. Puede ser breve o extenso, unitario o en partes.

 

 

[LM]: Has mencionado, en una entrevista anterior, algo sobre la estructura y el ritmo. Hablaste del concepto de “ritmo estructural”. Me gustaría que volvieras sobre esta idea.

[CA]: En literatura siempre me pareció muy interesante el concepto de respiración de un texto. Suele usarse bastante en la cocina de la narrativa. Digamos que se hace imprescindible trabajar la respiración de un texto asociándola a tu propia respiración. De eso depende la naturalidad de la prosa. Pensemos en la prosa de Lispector, por ejemplo, súbita, nerviosa, repleta de impulso vital, frases incompletas, oraciones unimembres, etc. Es una respiración inigualable. Pensemos por contraposición en la prolongada respiración de la prosa saeriana, de frases largas que parecen desenvolverse lentamente, dando una vida extraña al escenario que tocan; sintamos su deslizarse frío, entrecortado a veces por un orden no natural de la frase y un tanto siniestro, como si esas frases desintegrándose sobre el vacío (pienso en La mayor, por ejemplo) fueran los pedazos de un interminable reptil, que aún destrozado sigue retorciéndose.

Es un error común creer que el poema en prosa se tiene que escribir de una sola sentada, como un continuum, casi como una catarsis. Eso corresponde solamente a un ritmo particular entre tantos otros. En mi caso, intento trabajar una prosa más pausada, donde en cada punto hay un momento de tensión y misterio. No fluye, no, ciertamente no fluye la prosa de mi último libro porque no corresponde al ritmo del río sino al de los siniestros engranajes de la Máquina.

Por último, lo que me gusta bautizar como “ritmo estructural” es el ritmo que el lector va captando entre texto y texto. Y eso depende mucho de la forma de eslabonarlos. Cada texto se convierte en la unidad rítmica de una estructura mayor, la del libro. Me gusta apostar al libro como una unidad y no sólo como una mera colección de textos sueltos.

 

 

[LM]: ¿Qué tan cercana puede resultarle a un lector contemporáneo la obra de Raimundo Lulio?

[CA]: El extraño mecanismo combinatorio desarrollado por Lulio en su libro Ars Magna, visto superficialmente, puede parecer un quijotesco catafalco desarraigado de la vida. Pero, lo interesante de su intento es que, en la máquina de pensar, hasta las relaciones lógicas están provistas de la sustancia del mundo, ya que son emanaciones de la mente de Dios y de ellas también está hecho el mundo. Es decir, su lógica, con reminiscencias neoplatónicas, es todo lo opuesto a un nominalismo.

Esa extraña ruleta del conocimiento con todas sus abstrusas reglas combinatorias, no deja de ser el intento de arraigar el lenguaje en la vida, de ponerle amor y alma a las palabras, una apasionada búsqueda de la lengua perfecta, como lo calificó Umberto Eco. La utopía del libro más hermoso del mundo, mucho menos impersonal, a mi entender, que aquel libro-espejo del universo de Mallarmé, igualmente utópico. En esta época donde se ha convertido en moneda corriente el uso ingenioso del lenguaje como un cuchillo que no hace más que mostrar, con guiños hacia la crítica, que las palabras y el mundo están para siempre divorciados, no deberíamos desatender la propuesta luliana. A la poesía escéptica de hoy le hace falta un poco de Edad Media.

 

 

[LM]: ¿Qué le dirías a aquellos que asocian la mirada religiosa medieval a un pensamiento reduccionista, de tinte autoritario?

[CA]: Les diría que si bien la mirada no había madurado en aquella época hasta alcanzar el respeto por la diversidad de creencias, lo rescatable de la mirada luliana es que había un intento de armonizar lo uno y lo múltiple, respetando las cien formas del mundo. Como nota al pie, les diría también que piensen un poco más profundamente el concepto de libertad. ¿Somos libres si nos entregamos sin juicio alguno al arbitrio de nuestra animalidad? ¿O es que simplemente estamos cambiando la sujeción a una convención moral dominante por la sujeción a las leyes azarosas del instinto? Se sabe que el azar también se puede modelar por ciertas leyes.

Vivimos atrapados en los engranajes del lenguaje, ya sea el lenguaje de las convenciones sociales o el lenguaje de la biología. Desde un extremo o desde otro, sólo podemos atisbar, a través de las fisuras, lo abismal de la cosa desnuda, aquello que nuestro escritor Hugo Mujica identifica con la Nada, que escapa a cualquier convención lingüística y se parece a la libertad.

 

 

[LM]: ¿Qué vínculo existe entre tu libro y la obra de Raimundo Lulio?

[CA]: Mi libro entra en diálogo estructural y temático con ciertos aspectos de la vida y la obra del místico, tomando la distancia que nuestra mirada contemporánea exige. No es un libro devocional, tampoco un libro paródico, ni científico, ni filosófico. Es, ante todo, un libro de poemas en prosa que fue creciendo con los años, hasta tomar su forma definitiva cuando entro en contacto con dos libros específicos: El libro del ascenso y el descenso del entendimiento y el Ars Brevis.

En el primero se dan nociones, en forma amena y muy intuitiva, de la cosmovisión medieval en la forma que le dio Lulio, influido por la patrística y por la escolástica, intentando aplicar conceptos aristotélicos modificados con el fin de hacer comprensible la idea de la trinidad, uno de los principales obstáculos para convencer a los musulmanes acerca de la verdad cristiana. El segundo es una síntesis didáctica del funcionamiento de “la máquina de pensar”, un método combinatorio basado en ruedas concéntricas y con la pretensión de unificar todo el conocimiento humano, abarcando la verdad religiosa y la verdad científica, para mostrar la falsedad de doctrinas como la teoría de la doble verdad, de Averroes.

Este intento de apariencia delirante no está tan lejos, en su esencia, de los intentos de la física teórica moderna (así lo intuyó Borges). Cuando la física se propone una teoría que unifique las distintas teorías existentes, no sólo tiene que abandonar la lógica clásica sino también plantear modelos matemáticos tan abstractos que sólo en un límite específico pueden dar resultados que correspondan al universo observable. El resto de los resultados debe descartarse, así como Lulio decía que aquellos que la utilizaban debían descartar todas las combinaciones espurias obtenidas con la máquina, guiados por la luz de la fe. Pero como tu prólogo es muy ilustrativo al respecto, considero innecesario dar más explicaciones sobre este vínculo. Me interesa invitar al lector a entrar emocionalmente en este libro, de tono elegíaco, abriendo esa primera puerta, la del camino introspectivo. Lo otro es una segunda puerta, la del vértigo.

 

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Un poema de La Máquina de las alegorías

 

 

 

Coelum o de la segunda cita con la Verdad

 

–1–

Así como los asteroides, balas cósmicas, rompieron el cielo de Copérnico, atravesando las esferas de vidrio, toda vida se cumple al tocar y ser tocada por su límite. A nuestras verdades, balas diminutas, nadie las detiene. No harían mella en nuestro cuerpo si no fueran tantas: un protón se llama Dolor; otro, Fracaso. Por sus agujeros nuestra substancia se vierte.

Oh Raimundo que dijiste: …el cielo, con su armonía o melodía, causa las vocales y consonantes en el sonido, y causa que el afato trasmude en voz lo que se concibe en la mente…

Dame el cielo de tu Verdad. Déjame verla.

Muéstrame cómo intentaste salvarte de ella.

¿De qué otra forma podríamos conocernos?

Cada letra, un hueco en la hoja, uno pequeño. Porque ardemos por debajo y demasiada luz nos lastima.

–2–

Soñé que la Verdad era una.

La veía aproximarse desde un horizonte de imágenes mudas.

Tenía la forma de una mujer que encendía y apagaba su lámpara, lo que significa que encendía y apagaba su alma.

Crecía su alma en mi cuerpo encendiéndolo y apagándolo; ascendía su letra en la mía. Ah, y pensar que esto siempre les ocurría a los otros.

Íbamos desgrabándonos hacia el último punto, el más liviano; el del cruce.

–3–

Fuimos tan pequeños que arriba y abajo no se distinguían.

Fuimos tan pequeños que, después, cada uno se borró en su cielo de media Verdad, tan lejos de la Gratia, como balas diminutas, dispuestos a atravesar otros corazones de vidrio.

 

 

 

 

 

*(Argentina). Poeta, traductor, docente e investigador en la cátedra de Literatura Inglesa de la Universidad de Buenos Aires –UBA-. Doctor en Letras por la UBA y Postdoctor en la obra de Samuel Beckett. Actualmente dirige un proyecto de investigación UBAC y se desempeña como director de la Maestría en literaturas en lenguas extranjeras y en literaturas comparadas (UBA). Ha publicado en poesía: Círculos y piedras, Lazlo y Alvis y El libro de los elementos. Próximamente se publicará Bernat Metge; en ensayo Samuel Beckett. Las huellas en el vacío y Leer a Shakespeare: notas sobre la ambigüedad: y en traducción Enrique VIII de William Shakespeare, Poemas atómicos de Margaret Cavendish, La isla de los Pines de Henry Neville y La defensa de la poesía de Sir Philip Sidney.

 

 

 

 

**(Mar del Plata-Argentina, 1971). Poeta, narrador y doctor en Física. Trabaja en el Instituto de Astronomía y Física del Espacio –IAFE- y se desempeña como docente de la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado en narrativa La forma del agua (2010); y en poesía Siete maneras de decir tristeza (2011), Sísifo en el Norte (2012), La casa sin sombra (2014), La ciudad vacía (2015) y La Máquina de las alegorías (2016).

 


Sobre “Pasos silenciosos entre las flores de fuji” (2016), de Diego Alonso Sánchez

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Por Luis Enrique Mendoza

Crédito de la foto Vanessa Martínez

 

 

Sobre Pasos silenciosos entre las flores de fuji (2016),

de Diego Alonso Sánchez

 

 

Poesía de las mutaciones. Pasos silenciosos entre las flores de fuji de Diego A. Sánchez Barrueto es un libro con un pie en oriente y otro en occidente. Un libro desvinculado del gesto barroco y de giros conversacionales. De trazos cortos, imágenes concisas y evocaciones cortesanas. Tributario de la mejor poesía japonesa tradicional.

Los poemas están direccionados -y esto es aplicable a los tres primeros libros de Sánchez- hacia el discreto encanto de lo cotidiano. La ensoñación, el deseo, la soledad, el desarraigo, la nostalgia, el amor cortesano, son algunos de los estados evocados por las distintas voces que pueblan el libro. Un conjunto de voces que descubren la realidad del mundo a partir de la gramática de sus emociones.

El libro presenta doce personajes alojados en sus experiencias amorosas. Son los distintos rostros de un mismo cuerpo: un estudiante de poesía, un capitán de la guardia imperial, una joven bailarina, un funcionario de bajo rango, un aprendiz de ceramista, y otros más, son los protagonistas de un viaje iniciático hacia sí mismos. Las referencias a Ono no Komachi y Ki no Tsurayuki son un homenaje a la poesía japonesa del periodo Heian.

 

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A nivel formal, Pasos silenciosos recoge algunas fórmulas de la poesía nipona. El mecanismo es el siguiente: cada poema presenta uno o dos tankas -estrofa japonesa tradicional, pariente del haiku, de cinco versos métricos-, precedidos por uno o dos bloques contextuales de vuelo lacónico. La cadencia de los versos y su concisión producen bienestar en la conciencia del lector (a veces es necesario). De trazos cortos, imágenes concisas y conectividad sonora.

La escritura de Diego Sánchez confirma su insularidad dentro de la poesía peruana reciente. Insularidad por los mecanismos que propone en su marco de referencia: las estrofas japonesas y la mirada contemplativa. No es el único exponente de esa veta (pienso en Sologuren, pienso en Watanabe), pero quizá sea el más esforzado en recoger y reactualizar los esquemas de la lírica japonesa. Pasos silenciosos es un libro que transpira sabiduría cotidiana. Un libro que compensa el desequilibrio del mundo externo. Un trabajo que suscita algo tan escaso como necesario: ideas, templanza y emociones.

 

 

3 poemas

 

CIERRO los ojos

Y el viento susurra

palabras como pájaros

Se tiempla el mundo

con simpleza

 

 

 

KI NO TSURAYUKI, MAESTRO DE POESÍA

 

Una modesta celosía nos separaba en la habitación. Despuntaba

el día y la luz dibujaba sus formas, como un espectáculo de

sombras y siluetas, solo para el deleite de mis ojos. Los cuclillos

celebraban este encuentro con sutiles melodías. Repentinamente,

recité estos versos:

 

De este amanecer

de antiguo torrente,

solo beben los que

su sabor recuerdan,

sin querer, sin saber.

 

 

 

ONO NO KOMACHI, POETA CORTESANA

 

He pasado demasiados días sin saber nada del caballero del

Portal de los Pinos: el tiempo suficiente para perder la esperanza

de verlo otra vez. Desorientada e incapaz de escribir un poema

que hable del desapego sin caer en la tristeza, garabateo estas

palabras:

 

Mis mangas están

húmedas por las lágrimas:

mi pena es una barca solitaria

que navega obstinadamente

sobre la seda gastada.

Polifonía. Muestra poética del III encuentro internacional de poesía contemporánea (Vallejo & Co., 2016)

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Polifonía. Muestra poética del III encuentro internacional

de poesía contemporánea (Vallejo & Co., 2016)

 

 

Selección y prólogo por Nicolás Cuéllar Camarena
Edición por Mario Pera.

 

 

Poetas de la muestra:

Roger Santiváñez, Patricia Gola, Juan Alcántara, Tania Favela Bustillo, Juan Carlos Cano, Andrea Alzati, José Molina, Paola Gallo, Tatiana Lipkes y Nadia Mondragón.

 

Reunir poemas de distintos autores siempre me ha parecido un ejercicio bastante complicado. Se presentan, dada la naturaleza irremediable de este ejercicio, dos pro-blemáticas: qué autores escoger y por qué, qué textos presentar de cada autor y por qué.
La muestra del «III Encuentro Internacional de Poesía Contemporánea» contempla distintos rincones de México, pasando por Argentina y Uruguay, hasta llegar al Perú.

(N. C. C.)

 

 

Se puede leer haciendo click sobre la imagen.

 

dossier-encuentro-final

Andarivel (Postludio), poema de Tomás Cohen

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Por Tomás Cohen*

Crédito de la foto Andrea Bringmann

 

 

Andarivel (Postludio)

 

No temamos: la muerte es así.

César Vallejo

 

 

 

 

 

 

 

Al fondo hay siempre arena

y negras lunas nuevas en las uñas.

Al final de mis bolsillos dados vuelta.

Cuando las frazadas mueven montes.

 

¿Es muy tarde

o muy temprano? Me hablo a ella

hasta que oyes.

¿Quién anda? Asiento,

adelante, que el mar no es azul

si el cielo no lo mira.

 

Mira lo que traigo en mis bolsillos:

conchitas con tuercas, objeciones

destruidas y centellas de calma

y al fondo hay siempre arena.

 

Entra, fuera, al cajón del purgatorio

que lame la pelusa de mis bolsillos,

a trajinar donde

adaptadores inútiles y memorias externas

agusanándose entre cables

de admito a abjuro,

donde los recuerdos secos

se desdoblan y redoblan y bifurcan.

Aquí se hundió el mundo anterior.

Queda el agujero

de un amor cavado en la arena

(con las uñas) que sin querer

se va a saciar de cielo

y ser poza en blanco, bocado

de borrón y de espuma—

Aunque mejor

no. Yo paso.

 

¡Tú!, que alumbras mi asombro en escalones,

tú que en la ceniza eres aliento que sostiene,

ven al borde que se hunde, al librarme en tu nombre,

con mi nombre en tus manos

como dedos. Me miras,

con ojos de apuntes—

Pero basta. Basta, ya

me viro.

 

Palpa mis pausas, tus frutos;

el lápiz desaparecido tras la oreja.

El bolo que integraba con dolor a su ruedo

esquirla a esquirla los meteoros…

mi rimbombo. Estás aquí, espinario

o partero, a la orilla de una cama,

en la polvareda del cajón vaciado

junto a escombros como niños

en jóvenes sin adulto aún—

Ya, ¡caramba! ¡Córtenla!

Mi costal a rastras

no da más.
Capea conmigo el valle de la indecisión

y las miserias del ardor y del frío;

los pliegues del plazo fantasmal

en que masco mis costras

y chupo de mis heridas;

baños con escritos de jabón sobre reflejo.

Tina interminable de mi vida estrecha,

vadearon por ti dos lejanos maderos

sólo para chocar y alejarse de nuevo—

Sin baba, acabemos,

si acabábamos

cada vez.

 

Pronto, a muy tarde, dame

vuelta de papel donde no sepa

y ven conmigo bajo la tapa que se cierra,

tomados de las manos como páginas

donde la palabra fuego no queme.

Quedos, juguemos a la semilla

hasta que un rugido nos parta

como al mar del éxodo—

Pero, ¡aún otro pedazo!

Dale… está bueno,

un episodio más.

 

¿No es muy tarde? No,

ya es muy temprano.

Queda el agujero

de un amor cavado en la arena

y el pleamar se acerca,

hunde el mundo anterior:

ráfaga, trago de

látigo, cuello a-

trás, cénit en

nadir.

Fustiga el

anca del planeta, el planeta

vuelve a voltear. La gravedad

retorna

y el haz de la mirada disuelto en más allá.

 

El mar partido a la vista del báculo

ruge al cerrar su episodio rojo.

El lomo dorado se traga un éxodo;

los ahogados no cuentan de tesoros.

Al fondo

queda este agujero que se inunda.

Recién montes, frazadas de arena

aterran esta poza todavía azul

donde el cielo sí acaba, te asoma—

¿Quién anda? El mundo,

alrededor.

 

 

 

*(Pelluhue-Chile, 1984). Escritor y traductor. Estudió Musicología y arte en la Pontificia Universidad Católica de Chile, Historia del arte en NYU (EE.UU.) y traducción del tibetano en la International Buddhist Academy de Katmandú (Nepal). Actualmente, es editor de la revista Asymptote, y cursa estudios en Filología tibetana en la Universidad de Hamburgo (Alemania). Es fundador del colectivo Found in Translation, y organiza la Lectura del Puerto (‘Hafen Lesung’, ciclo de recitales multilingües de poesía y prosa). El Fondo de Cultura de Chile le otorgó una beca para traducir la poesía de Timothy Donnelly (del inglés) y de Sakya Pandita (del tibetano). Ha publicado en poesía Redoble del ronroneo (2016). Su sitio web es www.tomascohen.com

Marco Antonio Campos y el arte de traducir poesía

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Por Miguel Ángel Zapata*

& Madeline Millán**

Crédito de la foto www.youtube.com

 

 

Marco Antonio Campos

y el arte de traducir poesía

 

 
Miguel Ángel Zapata & Madeline Millán [MAZ & MM]: Hemos leído libros tuyos de traducción, entre los que figuran poetas esenciales como Charles Baudelaire, Rimbaud, Ungaretti, Pavese, Georg Trakl, Artaud, Drummond de Andrade, entre otros. ¿Cómo te sientes ahora después de tantos años traduciendo buena poesía?

Marco Antonio Campos [MAC]: Jacques Thiériot, el ex director del Colegio de Traductores Literarios de Francia, en Arles, quien fue tan generoso conmigo en los años noventa cuando fui becario cuatro veces en el Colegio, me decía que él había hecho una obra de traductor. Después de traducir treinta y un libros –cosa de veintiocho de poesía- creo haber hecho también una obra de traductor, y en este caso específico, de traductor de poesía; en cambio, sinceramente, no sé si lo he logrado como creador. Como traductor me enorgullece lo realizado; como creador tengo dudas que no dejan de causarme alguna tristeza.

En México, en el siglo XX, hubo poetas mayores que paralelamente a su obra también hicieron una excepcional obra de traductores (me hubiera gustado tener mínimamente la altura de uno de ellos): Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Octavio Paz, Rubén Bonifaz Nuño, Tomás Segovia, José Emilio Pacheco. Salvo en cierta vía Bonifaz con los griegos y latinos, ninguno hizo de la traducción una tarea que pareciera previamente programada; desde luego yo tampoco.

 

 

[MAZ & MM]: ¿Cómo has elegido a un poeta para traducirlo?  

[MAC]: Han sido el azar y mucho menos el cálculo. Cuando eres muy joven, un tiempo en que eres mucho más sensible al entusiasmo, de pronto salta un autor cuya obra o determinados libros te encantan, te marcan, y piensas que para conocerlo más a fondo podrías irlo traduciendo poco a poco. Casi siempre lo he hecho por gusto o por identificación con la poesía del autor; las poquísimas veces que no lo hice, sentí una incomodidad y un desagrado conmigo mismo.

Los primeros libros que traduje fueron La Alegría de Ungaretti y Una temporada en el infierno de Rimbaud. Empecé a traducirlos en 1969 y sólo los publiqué diez años después, pero en ediciones posteriores los seguí corrigiendo. Paul Valéry decía que una obra no se termina, simplemente se abandona; lo mismo pasa con las traducciones. Un caso extremo es la traducción de José Emilio Pacheco de los Cuatro Cuartetos de Eliot; pasó cosa de veinticinco años haciéndolos y rehaciéndolos.

Si ustedes me preguntaran con cuales me siento más satisfecho de la tarea realizada diría que con los franceses y los italianos.

 

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Traducción de Marco Antonio Campos.

 

[MAZ & MM]: ¿Tal vez encontraste en algún poeta algo tuyo, escondido, que querías compartir con el mundo?

[MAC]: Traduje a Rimbaud, a Baudelaire (Pequeños poemas en prosa), a Trakl y a Artaud porque los sentía afines en la desdicha y la destrucción del alma, como sentía próximos, en il male di vivere, a Ungaretti, a Cardarelli y a Drummond de Andrade. De ninguno aprendí tanto estilísticamente como de Baudelaire con los Pequeños poemas en prosa. Fue un deleite y una enseñanza continuos. Baudelaire escribe línea a línea como un clásico. En cambio estilísticamente Rimbaud y Artaud son muy arduos, y en el caso de Artaud, dislocados. Pero cada página de ellos es como hachazo que corta el cuerpo.

De las traducciones que he hecho aquellas que más me han elogiado son las de Rimbaud, Trakl y Ungaretti. Quizá en el fondo haya sido porque el lector sintió que el traductor había historiado su alma en ellos.

 

 

 

[MAZ & MM]: ¿Alguna vez, cuando has estado traduciendo poesía de otras lenguas, has escrito un poema tuyo motivado por esa traducción?

[MAC]: La influencia no siempre tiene que ser inmediata y habría que ver cuál es el tipo de influencia: en el mundo interior, en los temas, en las imágenes, en la atmósfera… Hay poemas de mi primer libro (Muertos y disfraces) que le deben al Rimbaud de Una temporada en el infierno; hay pequeños textos en prosa que le deben en sus temáticas paradójicas a Baudelaire; hay, por ejemplo, el ciclo de los poemas austriacos que están en un libro (Los adioses del forastero) que tienen la atmósfera de los libros de Trakl (pero aquí también debe tomarse en cuenta que yo viví un año y medio en Salzburgo y dos en Viena, que viví a fondo esas atmósferas grises y opresivas y que siempre llevaba en el bolsillo –sobre todo en Salzburgo- la edición alemana de Reklam, que aún conservo). No, no creo que sean más de quince o veinte los poemas míos que hayan nacido de los libros traducidos.

 

 

[MAZ & MM]: ¿Crees que los poemas son una prolongación de la obra creativa del poeta?

[MAC]: En el siglo XIX, como recuerda, era común que al final de un libro de poemas se pusieran asimismo las traducciones que el autor había hecho. Es decir, las consideraban como parte de su obra de creador. Yo me sentiría del todo intimidado de poder decir eso.

 

 

[MAZ & MM]: ¿De todos los poetas que traduces conoces bien la lengua en la que escriben? Preguntamos esto, ya que es sabido que Octavio Paz (gran traductor como lo fueron Pound, Borges y Pacheco) a veces traducía sin saber la lengua original, como lo hizo con buen número de los poetas que están en su libro Versiones y diversiones.

[MAC]: La única vez que lo he hecho es con los poetas neerlandeses. No conozco el idioma, pero con el poeta flamenco Stefaan van dem Bremt, en mis residencias artísticas en Amberes, entre 2005 y 2008, tradujimos varios poetas flamencos y varios belgas franceses. La poesía flamenca es superior a la belga francesa.

Traducir a los poetas neerlandeses fue una tarea ardua y se me fue volviendo cada vez más pesada, hasta que no aguanté más.

 

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Traducción de Marco Antonio Campos.

 

[MAZ & MM]: ¿Y cómo trabajaban?

[MAC]: Stefaan me daba una versión en español, pero después yo tenía que revisarla detalladamente con el diccionario, a veces palabra por palabra, y ver si eso sonaba en español. Al último leíamos las versiones entre los dos. Jamás al traducir a alguien, quien sea, lo he hecho al desgaire. Como decía mi amigo, el escritor austriaco Erich Hackl, se puede hacer una mala tarea con lo que uno escribe, pero no se tiene derecho de hacerlo con los textos de los otros. No recuerdo aquella tarea de traducción de los poetas flamencos con agrado.

 

 

[MAZ & MM]: ¿Y estás siempre traduciendo?

[MAC]: Por temporadas. Me fue de joven muy útil un excelente consejo de Julio Cortázar quien en una entrevista recomendó que cuando llegaran épocas de esterilidad literaria lo mejor que podía hacerse es traducir. Y seguí el consejo: en esas épocas que sentía que no tenía nada que decir, que nada me salía, para seguirme ejercitando en la escritura, me ponía a traducir. Pero no hay como traducir lo que a uno le gusta y le emociona; las cosas salen mejor; lo otro, traducir lo que no nos atrae o nos disgusta, puede llegar a ser una tortura.

 

 

[MAZ & MM]: Cuando leemos un poema cuya lengua traducida conocemos, tendemos a leer el poema original con la traducción. Como te habrá pasado, el resultado de esa lectura produce una especie de cotraducción o coautoría. ¿Cuál ha sido tu lectura más satisfactoria y la más nefasta en esa simultánea lectura?

[MAC]: La más satisfactoria, la que recuerdo maravillado, es la que Alfonso Reyes hizo con los diez primeros cantos de la Ilíada. Ni él sabía mucho griego ni yo conozco el idioma, pero al compararla con versiones en inglés, francés e italiano, me deslumbró la fidelidad del traslado (así la llamó). Reyes decía que el alejandrino era el metro que más se aproximaba al hexámetro griego. En el traslado que él hizo hay una musicalidad de vuelo y un gran aliento épico. He leído los cantos muchas veces y sólo recordar esa lectura me produce una intensa emoción. Por cierto: acabo de leer la traducción del Hamlet de Tomás Segovia; es otra maravilla de recuperación rítmica y de contenidos; yo creo que cualquier shakespeareano siente y sentirá en ella de continuo la profundidad reflexiva y la intensidad trágica.

Yo creo que la mayor atrocidad que conozco en traducción es la que hizo Bartolomé Mitre con La Divina Comedia. A Borges (con esto le digo todo) le gustaba repetir esta cuarteta sobre el general y traductor, la cual burlonamente tiene ecos de epitafio griego: “En esta casa pardusca/ vivió el traductor de Dante, / apúrate caminante, / no sea que te traduzca”.

 

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Traducción de Marco Antonio Campos.

 

[MAZ & MM]: ¿Le has hecho justicia a algún poeta que haya sido mal traducido?

[MAC]: Hay tantas malas traducciones, que a veces uno es incluso capaz de mejorar algunas.

 

 

[MAZ & MM]: En relación a la pregunta anterior ¿puedes mencionarnos varios ejemplos de poemas traducidos por importantes traductores sobre los cuales tú hayas creado otra versión?

[MAC]: Les pongo dos ejemplos, pero diciéndoles que existen de ellos traducciones notables y que, si yo hubiera conocido antes sus traducciones, no habría hecho la tarea. Sin embargo, al no tener idea que existían, pude hacerlas, y me doy por suponer que llegué a crear algo distinto. Sólo el lector decidirá si los resultados de mi trabajo fueron buenos o no. Un caso es Una temporada en el infierno, que fue espléndidamente traducida por los poetas argentinos Oliverio Girondo y Enrique Molina, y el otro, una antología de poemas de Georg Trakl, de los cuales hay notables y trabajadas versiones de Rodolfo Modern.

 

 

[MAZ & MM]: ¿Y qué te ha dado al final de la vida una larga labor de traducción?

[MAC]: Si lo miro en el pasado, un gran esfuerzo; si lo miro en el presente, una alegría.

 

 

 

 

 

 

 

*(Piura-Perú, 1955). Poeta y ensayista. Profesor de Literatura hispanoamericana en la Universidad de Hofstra, Nueva York (EE.UU.). Ha publicado recientemente dos antologías de su poesía: La nota 13 (2015) y Hoy día es otro mundo (2015). Entre sus poemarios destacan Los canales de piedra. Antología mínima (2008), Ensayo sobre la rosa. Poesía selecta 1983-2008 (2010), Fragmentos de una manzana y otros poemas (2011), La lluvia siempre sube (2012), La ventana y once poemas (2014), entre otros. Este año se publicará una antología de su poesía en italiano, Uno scrive poesia camminando. Antologia personale (1997-2015) (inédito, traducido por Emilio Coco). En su obra crítica destacan: Vuela un cuervo sobre la luna. Muestra de poesía española contemporánea: 1959-1980 (2014), La voz deudora. Conversaciones sobre poesía hispanoamericana (con Ilán Stavans, 2013), Vapor trasatlántico. Estudios sobre poesía hispánica y norteamericana (2008), Asir la forma que se va. La poesía de Carlos German Belli (2006), (2005), Moradas de la voz. Notas sobre poesía hispanoamericana actual (2002), entre otros.

 
 

 
 

**(Coamo-Puerto Rico). Poeta, narradora y traductora. Profesora de Español y Literatura latinoamericana en FIT/State University of New York (EE.UU.). Ganadora del Premio Nacional de Poesía del PEN Club de Puerto Rico (2008). Fue editora de la revista de cine latinoamericano Entreextremos. Desde 2005 dirige las lecturas de poesía de Cornelia Street Café y desde 2014 inició la serie de lecturas Echo of Voices Bilingual Poetry Readings with Hispanic, American and International Poets: A Necessary Dialogue, junto con Miguel Ángel Zapata. Ha publicado en poesía Para no morir por segunda vez (2002), De toros y estrellas (2004), Leche/Milk (edición bilingüe, 2008), Contracanto/Del aire a la rosa (diálogo poético con 22 pinturas, 2013) y En 365 esquinas y Día Cero incluye diversos géneros (2008; 2009).

Diego Alonso Sánchez (Perú)

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(Lima, 1981). Bachiller en Literatura peruana e hispanoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En 2009 publicó el poemario Por el pequeño sendero interior de Matsuo Basho y en el 2013 ganó el Concurso Nacional de Poesía de la Asociación Peruano Japonesa, premio José Watanabe Varas, con el libro Se inicia un camino sin saberlo (2014). Este año ha publicado el poemario Pasos silenciosos entre flores de fuji (2016), de excelente recepción entre la crítica.

 

Notas de Diego Alonso Sánchez:

– El misterio de Rafael Yamasato, por Diego Alonso Sánchez

– «Quisiera que la muerte misma sea, sin exagerar, algo erótica», entrevista a José Watanabe (Parte II)

– «Ama rápido. Lo único que te queda es amar rápido», entrevista a José Watanabe (parte I)

 

 

Notas sobre Diego Alonso Sánchez:

– 3 poemas de “Pasos silenciosos entre flores de fuji” de Diego Alonso Sánchez

– “Lo mágico y maravilloso que irrumpe en lo cotidiano, es la poesía”. Entrevista a Diego Alonso Sánchez

– Mirando sobre el heno. Muestra de poesía peruana reciente (Vallejo & Co., 2014)

– Sobre “Se inicia un camino sin saberlo” de Diego Sánchez Barrueto

– Entrevista y poemas de Diego Sánchez Barrueto, ganador Premio Watanabe Poesía 2013

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